lunes, 27 de junio de 2005

Crímenes de pandilleros: ¿delincuencia común o terrorismo?

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


Cualquier texto jurídico, nacional o internacional, que trate sobre el “terrorismo”, considera que es la realización de actos criminales por medio de los cuales los autores infunden terror a la población con un objetivo determinado, como cambiar violentamente un sistema político.


La Policía Nacional Civil ha anunciado que comenzará a atribuir el delito de terrorismo a los pandilleros, con el argumento de que los mareros infunden terror a la población por la forma como cometen delitos y la gravedad de estos.


Esta declaración debe examinarse, tanto por la tergiversación que hace del concepto, como por la competencia de los tribunales que surge del delito en cuestión.


El terrorista actúa sin importar la condición de las víctimas, con objeto de infundir terror; persigue un objetivo político definido a corto, mediano o largo plazo. Sus crímenes no son aislados, sino que forman parte de una secuencia dirigida a dicho fin y para alcanzarlo. Por lo general, actúa contra personas que se mantienen al margen de las luchas políticas en que se involucra. El delito de terrorismo, además, crea competencia universal, conforme a la cual cualquier país podría juzgar al que lo comete. ¿Es este el caso de los pandilleros de este país?


Ni la ONU ha logrado un concepto unívoco de terrorismo y el que aparece en la llamada Convención de Washington, no está exento de críticas. El delito puede ser nacional y cometido por individuos o grupos, pero se reconoce desde hace tiempo que puede cometerlo el mismo Estado. Las invasiones a otros países, los ataques desmedidos, las protestas sociales o políticas de los movimientos de liberación pueden calificarse, según algunos, como actos de terrorismo, mientras que otros los justifican como lucha contra la opresión dictatorial, salvación de ideas arraigadas en la comunidad o reclamos sociales legítimos.


Desde cualquier punto de vista, para que los actos terroristas se configuren es necesaria la concurrencia de, al menos, dos condiciones: que infundan terror y que busquen objetivos definidos no personales a través del miedo generalizado.


Cualquier delito violento, como los robos a mano armada, las violaciones a menores de edad, los descuartizamientos de personas y otros tantos que cotidianamente sufrimos en nuestro país, puede generar miedo en la población; pero si se cometen satisfaciendo deseos personales o grupales limitados, sin objetivos ulteriores, no pueden ser calificados jurídicamente como terrorismo.


Nadie puede sostener que los fines que persiguen las pandillas son tomar el poder, cambiar el sistema político, conseguir afiliaciones a su pensamiento, defender ideas políticas o sociales, eliminar a un grupo poblacional, ni simplemente generar miedo generalizado.


Los pandilleros cometen delitos por rencillas personales, por remuneraciones, en ocasión de robos, privaciones de libertad, etc.; para todas estas conductas y motivaciones, el legislador ha aumentado la pena hasta cincuenta años de prisión. Tanto el marero que mata a otro por venganza, como la mujer que asesina a cuchilladas a la amante de su esposo, generan terror, pero no dejan de ser delincuentes comunes, con objetivos personales y limitados. De ello, a calificar ambos como terroristas, hay una gran distancia.


Basta de inútiles inventos policiales y excusas en el combate de las maras. Existen suficientes herramientas jurídicas para perseguir sus delitos. Capturen a los delincuentes, obtengan lícita y transparentemente las pruebas de cargo contra ellos, respeten sus derechos, presenten evidencias contundentes a los jueces y lograrán que los criminales permanezcan al menos un cuarto de siglo en prisión si matan a otro.


Declaraciones como las hechas sobre el “terrorismo” de los mareros provocan escepticismo generalizado y burlas hacia las autoridades que las emiten.

lunes, 20 de junio de 2005

Supervisión conjunta de las superintendencias

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


Desde hace algún tiempo, las autoridades gubernamentales han informado acerca de la existencia de un proyecto de trascendencia en la vida nacional: la fusión de las superintendencias financieras.


Un argumento que los entendidos invocan con frecuencia para justificar la supervisión conjunta tiene que ver con que los negocios financieros se han vuelto tan complejos, en cuanto a estructura, tamaño, diversidad o territorialidad, solo para mencionar algunos.


En efecto, El Salvador se precia de tener una de las bancas más dinámicas del área, de suerte que está presente en todo el istmo y hace negocios en muchos países; pero esta ventaja se convierte, a su vez, en una debilidad para el supervisor, si no marcha a la misma velocidad con la que los banqueros y financieros idean nuevas formas de hacer negocios y, en definitiva, dinero.


Si lo anterior fuera poco, los supervisores, en casi todo el mundo, tienen que lidiar con una cadena casi interminable de adversidades, que dificulta, todavía más, la labor de supervisión; a decir: leyes insuficientes, procedimientos engorrosos y limitados, escasa cultura de los inversionistas, débiles estructuras organizativas, excesiva exposición personal de los funcionarios supervisores frente la responsabilidad en casos de fraudes o problemas financieros y, en especial, la astucia de los malos comerciantes que se aprovechan de estas grietas para hacer negocios fraudulentos.


Más recientemente, el aparecimiento de los conglomerados financieros, con toda su lógica y complejidad, también hacen ver mal al supervisor cuando este pretende fiscalizar negocios, por lo demás, volátiles, resbaladizos y muchas veces, hasta rozando la imprudencia financiera.


La existencia de los conglomerados financieros no es cuestionada en sí, pero esas dificultades en la supervisión han obligado a generar una también nueva discusión acerca de la nueva forma de supervisar. Actualmente hay dos grandes corrientes de supervisión de entidades financieras en discusión: la que aconseja la especialización y, en consecuencia, tener tantas entidades supervisoras como entidades financieras existan, cuidando de crear las “murallas chinas” entre negocios con similares accionistas o intercambios de capital, y la que propone que, debido a que los conglomerados financieros han crecido tanto, debería quedar consolidada la supervisión en una entidad fortalecida.


Al margen del resultado, el responsable de la elaboración de la política de supervisión, al llevar a cabo el nuevo proyecto, debe tener en cuenta que: a) el supervisor debe contar con todas las herramientas técnicas necesarias para hacer frente a los riesgos generados por la concentración de capital o por la familiaridad en el capital, lo que en lenguaje profano se denomina “dotarlo de dientes”; b) debe tener la capacidad suficiente para supervisar extraterritorialmente, ya que los grupos financieros tienden a radicarse en otros países donde, posiblemente, la legislación no es tan exigente o que por principios territoriales o de soberanía, impida la supervisión transfronteriza; c) debe tener definido si la Superintendencia se dedicará a supervisar o si también podrá crear política sobre la materia que supervisa; y, d) especialmente, debe tener un marco legal moderno que permita desempeñar una supervisión adecuada, sin obstáculos, impidiendo que el supervisor se doblegue ante las presiones políticas, por un lado, o de los poderosos grupos supervisados, por el otro.


Estos elementos deben estar suficientemente desarrollados, de tal forma que se logre que el riesgo del negocio financiero sea razonablemente cautelado por el organismo supervisor.