El informe del Departamento de Estado de los Estados Unidos sobre la situación de los derechos humanos de El Salvador, entre otros aspectos, contiene afirmaciones como que hay “algunos jueces susceptibles a la política y a la influencia externa”, “la jurisdicción es generalmente deficiente y cargada de corrupción”, “la impunidad para el rico y poderoso se mantiene como problema”, “la Constitución garantiza la independencia judicial; sin embargo sufre de insuficiencia y corrupción”, “impunidad para el político, el económicamente poderoso y para quien esté bien conectado con instituciones”, “la intimidación a víctimas y testigos disminuye la confianza pública en el sistema judicial”, “ausencia de celdas permite la mezcla de criminales violentos”.
Ninguna de las afirmaciones en realidad constituyen tema nuevo; han estado permanentemente en la discusión pública. Queremos comentar brevemente tres puntos relevantes: la independencia judicial, la impunidad de ciertos sectores y el régimen de protección de testigos.
La independencia judicial es un derecho de los ciudadanos a contar con jueces que resuelvan los asuntos libres de presiones, amenazas, injerencias e intereses económicos, guiados exclusivamente por la Constitución y leyes secundarias; en la práctica, sobran ejemplos en los que el ciudadano común puede percibir el manipuleo de la justicia a todo nivel, desde los magistrados de la Corte Suprema hasta funcionarios judiciales de niveles inferiores. FUSADES ha señalado la preocupación porque los magistrados de la Sala de lo Constitucional anularon la decisión del Tribunal Supremo Electoral que ordenaba la desaparición de partidos políticos por ministerio de ley, acentuando con ello el escepticismo de la independencia del máximo intérprete de la Constitución. También vemos el señalamiento de falta de independencia de la misma Sala en la sentencia que considera válido que el Órgano Ejecutivo, mediante simple decreto, haga transferencias de fondos públicos de una ramo a otro, sin control del Órgano Legislativo, como lo establece la Constitución.
La impunidad de ciertos sectores la podemos constatar sin mucha dificultad: los usuarios del sistema penal (tribunales y cárceles) provienen generalmente de los mismos sectores empobrecidos, de los que amenazan la seguridad pública cometiendo robos, homicidios, violaciones y pequeñas estafas. Poco sabemos sobre actos de corrupción de los funcionarios, los periódicos nos entretienen durante más de un año con un par de casos que terminan en frustraciones por la impotencia del ente investigador que cada vez más evade su responsabilidad. Nunca supimos el resultado de las intervenciones telefónicas desde el OIE, del abono donado por Japón, del caso de la FEDEFUT y un largo etcétera.
Con relación al régimen de protección de testigos, el panorama se vuelve preocupante: los testigos de hechos delictivos se resisten a declarar en juicio aduciendo temores, amenazas y miedo. La ley autoriza al juez para hacer comparecerlos incluso mediante la fuerza pública y ordenar su procesamiento por delito de desobediencia a mandato judicial si no comparece o rehúsa declarar o por delito de falso testimonio, si miente o niega todo lo que sabe. El actual sistema de protección es extremadamente deficiente, no genera confianza y no hay especialistas en esta clase de protección. De modo que ser testigo de un delito se convierte en verdadera encrucijada.
No desacreditemos el informe solo por su procedencia; los funcionarios deben asumir los señalamientos con responsabilidad y no ampararse en el trillado eslogan “tráiganme las pruebas”. No importa de dónde provengan las críticas, las instituciones deben mostrar su disponibilidad de investigar y actuar inmediatamente, no sólo para dar respuesta seria a un informe, sino principalmente, para rendir cuentas a la población.