El contacto de los reclusos con el exterior por medio de las visitas de familiares y amigos, comunicaciones escritas y telefónicas y permisos de salida, contribuyen de modo determinante al proceso de resocialización. Son actividades que deben facilitarse, sobre todo en cárceles como las nuestras, donde el derecho a la vida, integridad personal, educación, salud física y mental, alimentación, trabajo o enseñanza de oficios, no están adecuadamente atendidos y aunque se reconocen algunos avances, estos son imperceptibles frente a las condiciones y trato infrahumanos de los centros penitenciarios.
Está demostrado que mientras las cárceles sean rígidas, represivas y limitadoras de derechos, al obtener la libertad, los internos están más propensos a la reincidencia que aquellos a quienes se respetaron sus derechos y se apoyó en su tránsito por las mismas.
La Constitución impone a las instituciones penitenciarias la obligación de “corregir los delincuentes, educarlos y formales hábitos de trabajo, procurando su readaptación y la prevención de los delitos”. El peso que recae en la Dirección de Centros Penales es desproporcionado a la capacidad que tiene para organizar los establecimientos penitenciarios y alcanzar la finalidad resocializadora de la pena de prisión.
Desde siempre, el sistema penitenciario sufre crisis ideológica, porque a la hora de tomar partido entre seguridad y vigilancia, por un lado, y actividades orientadas al tratamiento, por el otro, los esfuerzos gubernamentales se vuelcan hacia lo primero, en detrimento de lo segundo. El empeño de las instituciones penitenciarias es controlar un porcentaje minoritario de internos agresivos y peligrosos, quienes sirven como referente para reprimir y limitar derechos de toda la población reclusa.
Actualmente presenciamos debates entre la administración penitenciaria y los jueces encargados de la ejecución y vigilancia de las penas, derivados de la propuesta para reorientar el sistema de visitas a los internos, de modo que el ejercicio de ese derecho se ve limitado en tiempo. En verdad, el procedimiento para las visitas, la cantidad de personas que ingresan como visitantes, tiempos de duración de las mismas, ausencia de registros adecuados, lugares donde se realiza el encuentro interno-visitante (patios, pasillos, celdas y cualquier otro espacio), son un auténtico desorden y amenaza permanente a la seguridad de los penales. Se puede afirmar que con el caos que se produce durante las visitas y la poca capacidad de respuesta del personal penitenciario, resulta hasta sorprendente el autocontrol de los internos. Reconocemos que los familiares y amigos de los mismos ejercen influencia positiva para disminuir las tensiones, desesperación e impotencia que genera la privación de libertad.
Reordenar el sistema de visitas es un paso positivo, pero inoportuno, dadas las condiciones actuales de los centros penitenciarios, pues antes de tomar dichas medidas es necesario: 1) clasificar la población reclusa en las fases previstas en la ley; 2) otorgar permisos de salida a los internos que reúnan los requisitos legales; 3) mejorar las condiciones infrahumanas de las cárceles; 4) promover la educación de los internos; 5) procurar la enseñanza de oficios diversificados; 6) ofrecer asistencia sanitaria apropiada; 7) informar a los internos sus derechos y obligaciones; 8) permitir el acceso a los medios de comunicación social y actividades culturales, artísticas y deportivas. Esta es la factura que paga la sociedad por la represión del delito y para evitar en lo posible la reincidencia. Este es el camino inexorable para cumplir la meta prevista por la Constitución. Mientras estos cambios lleguen, las visitas a los internos seguirán constituyendo uno de los pocos medios para alcanzar dichos objetivos.
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