El número 15,171 no es el ganador del premio gordo del último sorteo de la Lotería Nacional de Beneficencia, ni se refiere al último deportado de los hermanos lejanos, ni es la nueva denominación de un banco. Tampoco es un número apocalíptico. Es el número que corresponde al último abogado autorizado para ejercer la profesión en el país, según el recuento hecho al 30 de agosto recién pasado.
La cifra es impresionante en todo sentido, y si la relacionamos de manera positiva con alguno de los aspectos de la vida nacional, podría representar, por ejemplo, el trabajo de una empresa salvadoreña en plena producción y realizando actos de comercio en masa propios de su giro mercantil. Pero también podría representar una cuestión ominosa para el país: el fenómeno de la masificación de la profesión de abogado.
En reiteradas ocasiones nos hemos referido a este fenómeno, expresando nuestra profunda preocupación, porque la proliferación de abogados no significa, por sí misma, un avance cultural o un desarrollo de las Ciencias Jurídicas, ni puede ser algo bueno y saludable para el país.
En efecto, a medida que se incrementa el número de abogados se va generando un problema social de consecuencias impredecibles, afectando al país en todos los ámbitos: en lo político, en lo económico y en lo social. El abogado ha tenido en nuestra sociedad, por tradición, un rango especial dentro de la jerarquía profesional, logrado no solo por la posesión del grado académico, sino por el accionar en los estrados judiciales y, especialmente, por luchar por el imperio de la ley y la justicia.
Pero todo lo anterior ha venido a menos y la profesión de abogado ha dejado de gravitar positivamente en las actividades de la vida nacional.
Una explicación de lo anterior se encuentra en la deficiencia académica y falta de conocimientos jurídicos de los nuevos abogados, que son notorias y evidentes, y por ello el prestigio del foro salvadoreño ha caído a niveles verdaderamente lamentables.
La ética y los más elementales principios del ejercicio honesto de la profesión brillan por su ausencia, al grado que es bien conocida la afirmación de un chusco que dice que en los actuales tiempos el abogado honesto es una especie en peligro de extinción.
Es así como el estudio del derecho ha perdido su calidad y excelencia académica y a cualquier persona se le ocurre seguir esta carrera, en la seguridad de que le será extremadamente fácil obtener un diploma que la acredite como abogado. Desde hace mucho se sabe que este es un problema que debe corregirse, pero no se hace nada al respecto.
Un aumento razonable en el número de abogados sería deseable, ya que, ciertamente, las personas requieren de asistencia técnica para resolver sus problemas y arreglar toda clase de diferencias que generan conflictos, asistencia que solo pueden proporcionar los abogados, y con lo cual se satisfaría la creciente demanda de servicios jurídicos que se ha experimentado en el país, debido al incremento natural de la población y la especialización en las diferentes materias del derecho.
El abogado ejerce un verdadero oficio público, situado en el mismo plano que la magistratura, según algunos jurisconsultos, y por ello resulta perfectamente entendible y justificada la exigencia de una seria preparación académica y de una honestidad a toda prueba en los abogados.
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