En la última década, El Salvador ha sufrido una transformación privatista acelerada en la prestación de los servicios públicos de telefonía, energía eléctrica y seguridad social (pensiones). Los detractores de este modelo lo han acusado de favorecer a un canibalismo de las grandes empresas, frente a los débiles usuarios o consumidores y ante los medianos y pequeños empresarios, pero en este contexto, se han creado los difundidos entes reguladores que, en nuestro país, bajo endebles y asistemáticas normativas (de dejar hacer y dejar pasar) han intentado con enormes dificultades regular y vigilar los servicios públicos prestados por empresas privadas.
Otros servicios, como los de agua potable, salud y transporte público, han seguido los modelos tradicionales cuyos prestadores gubernamentales o concesionarios, por sus actos y frutos, han gozado de desprestigio como ineficientes y corruptos.
Últimamente, con mucha expectativa y notoriedad, se habla de novedosas normativas, como la nueva Ley de Protección al Consumidor y la Ley de Competencia, como los cuerpos legislativos que pretenden dar soluciones a los problemas fugazmente mencionados y otros de igual magnitud.
Sin embargo, dichas leyes se insertan en un ordenamiento jurídico administrativo desordenado y con vacíos enormes. Esto es porque en nuestro país cada institución gubernamental tiene su propio trámite singular, un particular sistema de recursos administrativos y, en no pocos casos, las leyes y los reglamentos no dan ningún tipo de trámite o solución a los problemas jurídicos que el particular le plantea al funcionario. Tal es el desbarajuste normativo en que se desenvuelve nuestra Administración Pública, a la que un reciente libro nacional de derecho administrativo, al evidenciar este trastorno, la califica de “Mutante Jurídica”. Ni el más brillante de los juristas podría llegar a conocer todos estos variados procedimientos; menos se le puede exigir tal formidable saber al ciudadano común (administrado).
Esta garrafal debilidad de nuestra Administración Pública se resume en la falta de una Ley General de Procedimientos Administrativos que regule de forma universal, para todas las instituciones administrativas, un trámite común, un único sistema de recursos, un régimen de los actos administrativos, etc.; tal situación, que fue resuelta por otros países hace más de cincuenta años, es en El Salvador una inexplicable y asombrosa omisión.
El Estado salvadoreño cuenta desde 1860 con un Código Civil que en esencia regula de forma general las relaciones entre los ciudadanos particulares. Pero paradójicamente carece de una ley administrativa, de igual o mayor importancia, que regule las relaciones entre los funcionarios y los particulares, las vinculaciones internas y externas de los órganos gubernamentales, el régimen de responsabilidad de los funcionarios, la forma de producción de las providencias administrativas, sus causales de nulidad, la definición exacta de las prerrogativas de la Administración Pública y las garantías de los administrados. Sabemos que desde 1994 existe un anteproyecto de dicha ley sin que conozcamos las razones, por la que la misma ha sido archivada.
El Centro de Estudios Jurídicos considera que solo mediante este cuerpo normativo, la Administración Pública salvadoreña iniciará su camino hacia una verdadera modernización jurídica, unificando procedimientos y creando “reglas del juego” claras para los administradores y administrados, quienes tendrán la oportunidad de saber con claridad y exactitud cuál es tramite por medio del que se depurara el expediente que les concierne a ambos.
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