Debe antes que nada reconocerse que, a partir de la firma de los Acuerdos de Paz, han mejorado de manera significativa los indicadores de libertad política y la capacidad de manejar la macroeconomía de El Salvador, aunque ello no haya sido suficiente para fomentar un desarrollo institucional sostenido, al estar presente las tendencias patrimonialistas y clientelares profundas de la cultura política.
Ha sido recurrente la opinión general de que en nuestro país puede ya advertirse un riesgo de la institucionalidad, sobre la base de asumir que no se cuenta con sólidas instituciones jurídicas, políticas y sociales, lo que deviene en un desmejoramiento de las condiciones de vida individual y colectiva. De la lectura de las páginas y pantallas de los medios de comunicación social se infiere que la institucionalidad se encuentra en situación precaria, desde luego que en forma galopante se está introduciendo un desorden en el marco jurídico, con la desmesurada proliferación de leyes especiales que ningún valor agregado añaden al deseo de pacificación; y la conducta de ciertos sectores frente a tal marco jurídico, entrañan un desprecio por las leyes y por elementales principios o valores morales.
La descoordinación advertida por propios y extraños de las instituciones del Estado como en los casos de justicia y seguridad, en la labor de legislar y en la ejecución de obras públicas, están contribuyendo al deterioro progresivo del escenario social y natural en el cual, se supone, todos debemos desarrollar nuestras actividades. Los legisladores más parecen preocupados por tener un protagonismo inútil, que sirva de plataforma demagógica, que por dotar a El Salvador de reglas claras de convivencia social, en virtud de las cuales los tribunales puedan hacer una efectiva aplicación de las leyes. A estas alturas la polarización de las principales fuerzas políticas parlamentarias está propiciando una profundización de la desconfianza de la sociedad civil en sus instituciones. Por su parte, algunos representantes de la alta justicia del país parecieran más bien estar haciendo proselitismo para alcanzar la primera magistratura del órgano judicial, en vez de estar en la sobriedad de sus despachos impartiendo pronta y cumplida justicia.
Y, finalmente, la administración pública muestra una cara de debilidad frente a poderosos intereses, dejando que el pretendido mercado opere, no bajo las reglas de la oferta y la demanda, sino bajo la imposición de aquellos intereses, produciendo así la paradoja de decir que contamos con reglas del mercado, pero que no han sido capaces de conseguir los resultados propuestos.
En estas circunstancias, es indispensable que todos los salvadoreños con nuestra conducta contribuyamos a las transformaciones que la sociedad requiere, proponiendo el logro del bien común, mediante la adopción de políticas dirigidas en función de la justicia social y del respeto pleno a las libertades individuales, cual lo manda la Constitución de la República.
Ante la actual situación, caracterizada por la alta polarización política, debemos cada día expresar con mayor vehemencia, que solo estableciendo un genuino y transparente proceso de diálogo se podrá tener, como resultado, el establecimiento de una agenda nacional, en la que se aborden los grandes problemas que aquejan a la población y las propuestas de sus soluciones, sobreponiendo a los intereses partidarios o de sectores, el deseo de nuestra sociedad de alcanzar la consolidación de la democracia y la construcción de un país más justo e igualitario.
Así, pues, los encargados de la cosa pública, en los tres Órganos del Estado deben tener conciencia que los obstáculos reprochables que ponen día a día al desarrollo institucional bloquean el avance de la democratización, la cultura productiva y la inclusión social. Y eso es hacer mala historia. Solamente cuando demuestren un verdadero civismo y un correcto entendimiento del bien común podrán entrar a la madurez que demanda la construcción del futuro para las nuevas generaciones de compatriotas.
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