lunes, 24 de septiembre de 2007

“Consejo” y “concejo”

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


En la Constitución y las leyes salvadoreñas aparece la palabra “consejo”, escrita con “s”, y la palabra “concejo”, escrita con “c”. Esto sorprende a muchas personas, particularmente a los nuevos estudiantes de Derecho que casi siempre preguntan cuál de las dos formas es gramaticalmente correcta. La mayoría se conforma con la explicación de que ambas formas son correctas, cuando se les indica que escrita con “c” la palabra se refiere exclusivamente a los concejos municipales y escrita con “s” a todos los demás consejos, y son muy pocos los que se preguntan el porqué de esta diferencia. Es algo que todos deberíamos saber.


“Consejo”, con “s”, proviene de la palabra latina “aconsejare”, dar consejo, y se refiere a un cuerpo colegiado (pluripersonal) constituido para asesorar a una autoridad sobre asuntos de su competencia. “Concejo”, con “c”, en cambio, proviene de la palabra latina “concilium”, que era la entidad gobernante del municipio en el Imperio Romano; por extensión, se usaba el término para referirse a toda la actividad gubernativa municipal. Este es el origen etimológico de los términos, lo que ocasiona la diferencia ortográfica castellana y da lugar a algunas curiosidades legales y lingüísticas.


En principio, las oficinas estatales que se denominan consejos son solo deliberantes, sus decisiones son actos preparatorios que constituyen recomendaciones para que una autoridad superior decida o no convertirla en un acto de autoridad; el Consejo Nacional del Salario Mínimo, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, el Consejo de Educación Superior, etcétera, son típicas instituciones que corresponden a esta figura. En cambio, los concejos son entidades con facultades administrativas; no solo deliberan, sino que deciden con actos de autoridad.


No obstante, desde hace siglos se ha tenido la costumbre de denominar consejo a muchas entidades que tienen facultades administrativas o judiciales, y esto ha sido siempre adversado por los puristas del idioma. En tiempos del Renacimiento, el gobierno español era ejercido por una serie de cuerpos asesores, como el Consejo de Hacienda, el Consejo de Castilla, el Consejo de Indias, que realizaban todas las labores preparatorias de decisiones gubernativas, pero estas, hasta el nombramiento o el desembolso del salario de un ínfimo burócrata en el rincón más apartado del Imperio, correspondían al Rey; no era la forma más eficiente de gobierno que pueda haber. Cuando en el siglo XVI comenzaron a crearse oficinas ejecutivas y judiciales con ese nombre, como el Consejo de la Suprema y General Inquisición, en una de las primeras gramáticas del idioma castellano se protestó por el uso indebido del término.


En nuestro país ha sido muy común desde mediados del siglo XX denominar consejos a oficinas ejecutivas con amplias facultades decisorias sobre los asuntos de su competencia. Hemos tenido un Consejo Central de Elecciones, un Consejo Salvadoreño de Menores, etcétera; tenemos un Consejo Superior de Salud Pública; uno de los órganos de gobierno de la Universidad de El Salvador se denomina Consejo Superior Universitario; hasta la Presidencia de la República, durante un gobierno de facto, estuvo ocupada por una junta denominada Consejo de Gobierno Revolucionario. Sin embargo, no ha sido sino hasta muy pocos años que el diccionario de la Real Academia ha admitido la acepción de “consejo” como un cuerpo colegiado con facultades decisorias.


Una cosa que no ha cambiado es la denominación de sus miembros de estas entidades. Los integrantes de los consejos se denominan consejeros, los de los concejos se denominan concejales. Es muy común el uso impropio de los términos. Por ejemplo, en la Ley del Consejo Nacional de la Judicatura, nada menos, se denomina a sus miembros “consejales”, pero esto es un craso error, porque son consejeros. El término “consejal”, con “s”, ni siquiera existe en el idioma castellano.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Protegiendo la libre competencia

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


Desde hace más de cincuenta años, la Constitución salvadoreña ha consagrado la libertad empresarial y la prohibición de monopolios, pero muy poco se hizo por mucho tiempo para hacer cumplir estas disposiciones.


La más importante medida fue tomada hace menos de tres años, con la aprobación de la Ley de Competencia, normativa indispensable para proteger el mercado y garantizar su correcto funcionamiento.


Tal legislación es un presupuesto de toda sociedad avanzada, pues los abusos que pueden darse en las prácticas comerciales acaban minando la misma libertad empresarial que garantiza la Constitución, y se tardó mucho en emitirla, con malas consecuencias para el pueblo salvadoreño, pero no es un secreto la hostilidad con la que fue recibida por algunos que consideran que la libertad de comercio consiste en libertad para ellos y no para los demás y en libertad para expoliar al consumidor sin límite alguno.


Cuando se emitió la ley no nos mostramos muy optimistas, pues veíamos que las funciones de investigación de la Superintendencia de Competencia eran muy limitadas para el cumplimiento de su función y las sanciones que podía imponer eran irrisorias. Sin embargo, el pasado miércoles vimos con gran satisfacción la primera resolución en materia de defensa de la libre competencia emitida por la oficina, ordenando el cese de prácticas anticompetitivas, resultantes del abuso de posición dominante en el mercado de empresas de distribución de energía eléctrica y sancionando con multas a las responsables.


La superintendencia comienza a cumplir su labor y lo hace bien, y si logra demostrar que es una entidad que debe ser tomada en serio, será un éxito.


También vemos con beneplácito que entre los proyectos de ley presentados por el presidente de la República a la Asamblea Legislativa el 1.º de junio pasado hay un proyecto de reformas a la Ley de Competencia dándole potestades que reforzarían sus facultades investigativas, que le permitirían actuar preventivamente para proteger la libre competencia y que aumentarían las sanciones que puede imponer.


Esperamos que nuestros diputados, en un gesto de racionalidad y patriotismo, las aprueben con prontitud.


Desde luego, han comenzado las críticas a dicho proyecto de reformas, en especial a las sanciones propuestas, que en algunos casos consistirían en una porción de los ingresos anuales de la empresa sancionada.


Se alega que son confiscatorias porque harían quebrar a las empresas. Se debe contestar que sanciones aún más fuertes son impuestas en todas partes a los agentes económicos que infringen el régimen de libre competencia, y ninguno, que nosotros sepamos, ha alegado que lo hayan hecho quebrar. Por otra parte, las sanciones propuestas, si se llegan a aprobar, serían aún las más bajas contempladas en las leyes de protección de la libre competencia en toda América Latina.

Una intención de continuar con prácticas anticompetitivas está detrás de mucha oposición a las reformas.


Con las sanciones existentes en la actualidad, para ciertas empresas sería más productivo pagar una multa cada año y continuar infringiendo la ley que cumplirla, y tal situación no puede permitirse. Las sanciones deben disuadir a los infractores de continuar su conducta y no deben preocupar a los comerciantes honestos. El homicidio agravado está sancionado con prisión hasta de cincuenta años y ello no ha quitado un segundo de sueño a las personas decentes que tienen la seguridad que nunca se aplicará esa dura ley a ellas. Igualmente, los comerciantes respetuosos de la ley no tienen por qué temer que haya altas sanciones en la Ley de Competencia.

lunes, 10 de septiembre de 2007

El Notariado como venta ambulante

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


Ahora es frecuente ver ante oficinas jurídicas estatales, como centros judiciales, registros o el Ministerio de Hacienda, a alguien en mangas de camisa sentado ante una mesita plegable con una máquina de escribir, unas almohadillas, sellos y papeles, protegiéndose de los rayos del sol con una sombrilla o un toldo. Aunque a veces también vende golosinas y cigarrillos, no es un vendedor ambulante común y corriente; es un Notario de la República de El Salvador, investido de la potestad de dar fe de los actos de terceros con la plena autoridad estatal.


Ofreciendo sus servicios a los transeúntes para la redacción de escritos a presentar ante oficinas públicas y su autenticación, como cualquier otro comerciante informal brinda un producto de baja calidad, con frecuencia engaña al cliente y ejerce su función con total indiferencia de la ley. Su gran atractivo es, por supuesto, un precio irrisorio; algunos notarios que pululan alrededor de cierta oficina de tramitaciones de tránsito autentican documentos por veinticinco centavos y venden hojas en blanco firmadas y selladas por un dólar. Es la más burda comercialización de una función pública y no es honesta.


Esta es la total degeneración de una actividad a la que, por las implicaciones de los asuntos que trata, se le exige en todas partes del mundo unos niveles de ética y decoro profesional más altos que al común de las personas y es un fenómeno totalmente nuestro. Se dice que es producto de la inmoderada proliferación de abogados, resultante de la comercialización de la educación superior, que ha lanzado a un mercado sobresaturado a miles de abogados sin preparación suficiente ni moralidad, pero el fenómeno no se da en países como Costa Rica, que han experimentado un aumento de juristas mayor que el nuestro. No es una manifestación de “tercermundismo”, como se ha dicho, porque no se da ni se permitiría en un país de África Ecuatorial.


El notariado no es una profesión liberal, sino una función pública que debe ejercerse de conformidad con estrictos parámetros legales y no hay diferencia entre la situación descrita y la de un juez que ofreciera sus servicios en la vía pública a quien quiera resolver un litigio. Debe sujetarse a determinados estándares que la hagan dignificarse y mantener una imagen pública de acuerdo con su naturaleza y que genere confianza en ella.


En otras partes, los gremios profesionales exigirían la intervención del Estado, pero cuando hace algún tiempo tratamos el tema en la Federación de Asociaciones de Abogados, esta vio con indiferencia el problema y no se pronunció al respecto, olvidándose de uno de sus más importantes fines.


Es la oficina encargada de la vigilancia de las profesiones jurídicas, la Corte Suprema de Justicia, la que debería intervenir de oficio en función de la preservación del correcto ejercicio de esta función pública, pero este tribunal está enterado de la situación porque numerosas personas lo han hecho notar a sus magistrados, pero nada han hecho para resolver el problema. Aún con esto, algunos de ellos quieren confiar a los notarios la notificación de las resoluciones judiciales. Ya nos podemos imaginar los efectos de esto si no se aplica rigurosamente y sin miramientos la regulación disciplinaria de la materia.


El notariado como venta ambulante es el ejemplo extremo de la falta de control sobre el ejercicio de las profesiones jurídicas en el país, y se da por la total ausencia de voluntad en hacer cumplir la ley existente por puras razones personales. Lamentablemente, con esto los gremios jurídicos sufren desprestigio quizá irreparable, perjuicio económico y pérdida de credibilidad. Los perjudicados en última instancia son el Estado de derecho y, por consiguiente, todo el pueblo salvadoreño.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Una nueva oportunidad para el gremio de abogados

Centro de Estudios Jurídicos / Por el Imperio del Derecho


Los estatutos de la Federación de Asociaciones de Abogados de El Salvador (FEDAES) establecen que la presidencia de la institución rotará entre las asociaciones miembros, por lo que cada año es ejercida por un miembro de uno distinto de sus integrantes. El 1.º de agosto ocurrió el cambio de junta directiva, correspondiéndole al Centro de Estudios Jurídicos la presidencia de la federación, para la que hemos designado al Dr. Miguel Carías Delgado.


Nuestra tradición es dotar a la FEDAES de una dirección encabezada por algunos de los más distinguidos y competentes miembros del gremio, y así es como en períodos anteriores ha estado presidida por nuestros socios doctores René Fortín Magaña, Luis Nelson Segovia, Roberto Oliva y Beatrice Alamanni de Carrillo. Nos sentimos orgullosos de haber dado a la federación presidentes prestigiosos y dinámicos, quienes han hecho mucho en beneficio del gremio de abogados y que han significado para la institución períodos de gran prestigio. Seguimos dicha tradición con el Dr. Carías Delgado, a quien confiamos la difícil tarea de dirigir la gremial en tiempos sombríos para sus asociados.


Efectivamente, nuestra profesión pasa actualmente por malos tiempos. Nos enfrentamos a una excesiva politización y polarización social que repercute en el ambiente jurídico, que afectan a la nueva legislación, la actuación de los funcionarios administrativos y judiciales. Vemos un decaimiento del Estado de derecho, acallado por algunas instituciones que debían defenderlo. Se da una marcada decadencia de la educación jurídica y la formación de los nuevos profesionales y, consecuentemente, hay una pérdida de calidad de toda la actividad jurídica, desde la legislativa hasta la práctica privada; se da una situación de casi total inactividad de las autoridades responsables de la vigilancia del ejercicio profesional. A todo esto, el número de los profesionales del derecho ha aumentado en una década de unos 2,500 a más de 15,000, y más de 20,000 jóvenes han optado por el estudio de las ciencias jurídicas en las universidades del país, lo que significa que en breve período el número de abogados crecerá en forma desmesurada. Enfrentamos graves problemas a los que hay que dar solución inmediata; de lo contrario, veremos en breve plazo un caos que no solo nos afectará personalmente, sino al país entero.


Es tiempo de que la FEDAES asuma su papel de conductor del gremio de abogados y que su actividad se proyecte en beneficio de toda la sociedad, pero esto solo lo puede hacer con la cooperación de todas las asociaciones integrantes y estamos esperanzados porque es mayor el número de abogados honrados y en todas las asociaciones hay personas decentes y desinteresadas que persiguen el bien común y no solo aprovecharse de las mismas para fines personales. Son ellos quienes deben tomar una actitud de colaboración activa y liderazgo para resolver los graves problemas que aquejan al gremio; es hora de que aúnen sus esfuerzos en la búsqueda de una agenda común y que trabajen, en colaboración con sus colegas, para la solución de los problemas y en proyectos en beneficio de todo el gremio. La eficiente administración de justicia, la elevación de la cultura jurídica de los profesionales y estudiantes de derecho, el cumplimiento de la ley, son temas con los que ningún abogado decente puede estar en contra.


La FEDAES tiene altas y bajas, pero hasta ahora no ha cumplido con su cometido de ser una institución comprometida con la realidad nacional y el beneficio de sus integrantes. Si va a seguir existiendo, si merece hacerlo, necesita trabajar y cambiar muchas cosas, pero esto no lo puede hacer una sola asociación o uno solo de sus presidentes. Debe ser labor de todos.