Centro de Estudios Jurídicos
En la segunda mitad del siglo XV una pequeña pero vocinglera minoría (clérigos, nobles, intelectuales) se oponía a la expansión de un nuevo y diabólico invento: la imprenta. Según ellos, podía usarse para la difusión de ideas impías y contrarias al orden social y producir conmociones cívicas y espirituales. La historia les dio la razón. A comienzos del siglo XVI la imprenta fue el principal vehículo de difusión de la Reforma Protestante y el mundo medieval quedó transformado. Desde entonces el invento continúa propagando ideas que trastocan el orden de los pueblos, por lo que los dictadores lo miran con recelo. Pero la imprenta llegó para quedarse, porque sus beneficios, incluso el mismo cambio social, son tan inmensos que no pueden medirse. Como todos los reaccionarios del mundo, sus opositores luchaban por una causa perdida.
Los equivalentes modernos de los opositores a la imprenta se oponen a los alimentos transgénicos. El descubrimiento del ADN y el desciframiento de los códigos genéticos en los seres vivos han producido en la última década una nueva técnica, la ingeniería genética, por medio de la cual pueden crearse nuevos organismos introduciendo genes extraños en individuos de una especie distinta. No es algo nuevo; se da en la naturaleza, originando la evolución, y la han practicado los agricultores de todo el mundo por miles de años (el trigo de nuestro pan o el maíz de nuestras tortillas no son productos naturales), pero ahora puede hacerse en un proceso controlado, amplio y de rápidos resultados. Las posibilidades para el futuro son increíbles: supercosechas que acabarán con el hambre en el mundo, curación de muchas enfermedades, nuevos materiales que no imagina ahora la ciencia-ficción.
¿Por qué se oponen algunos a esto? Aunque disfrazan sus motivos con argumentos humanitarios y ambientales, como lo dijo Norman Borlaug, padre de la Revolución Verde y Premio Nobel de la Paz, la razón real es una envidia patológica hacia Estados Unidos, su éxito, su sistema económico, su democracia y sus grandes empresas, algunas de las cuales patentan sus nuevos productos y cobran por su cultivo. Son demasiado pusilánimes para secuestrar un avión y estrellarlo contra un rascacielos, matando a miles, pero hacen su contribución dificultando el actuar de las grandes compañías agrícolas. Aunque ellos lo nieguen indignados, su filosofía se puede reducir así: “Es preferible que millones mueran de hambre en todo el mundo a que Monsanto obtenga un centavo de ganancia por su inversión”.
Sin embargo, debe advertirse que la ingeniería genética encierra inmensos peligros potenciales, para la salud humana y el medio ambiente. El mundo científico está consciente de ello, por lo que avanza con extrema cautela en este campo; los gobiernos están advertidos y someten los alimentos transgénicos a pruebas más severas de las que jamás han pasado ninguna otra clase de productos y se ha creado un sistema internacional de seguridad sobre los mismos. Muchos cultivos transgénicos están autorizados y los resultados no positivos han sido mínimos, pese a lo que digan los opositores.
En El Salvador consumimos una gran cantidad de alimentos transgénicos importados, aunque la Ley de Semillas del año 2000 prohibió su cultivo en el país. Esto no es desacertado, en principio, ya que no tenemos la tecnología de control de riesgo necesaria, pero no debe seguir así. Podemos depender de tecnología extranjera contratada mientras formamos nuestros propios técnicos, pero debemos regular urgentemente la producción, liberación en el ambiente y comercialización de productos transgénicos. Los países africanos se han beneficiado enormemente con la introducción de cultivos transgénicos resistentes a las plagas; en nuestro país están prohibidos. La ingeniería genética, como la imprenta, vino para quedarse. Aprovechémosla pronto.
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