lunes, 11 de octubre de 2004

La educación de los abogados salvadoreños

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


“Boi Hacer avogado.”


Hace un tiempo, esa frase fue escrita en una solicitud de trabajo por un, entonces, egresado de la carrera de Ciencias Jurídicas de una universidad acreditada por el Ministerio de Educación. Seguramente, ahora será abogado de la República, debidamente autorizado.


No tenemos que decir nada más sobre la preparación y la calidad de este “académico” y “profesional del Derecho”. Una frase lo dice todo. Lo grave es que no es un caso aislado, sino un fuerte indicativo de la calidad académica de gran parte de los nuevos abogados de este país.


Cuando se debate en la Asamblea Legislativa la reforma de la Ley de Educación Superior para conceder a las universidades salvadoreñas nuevos privilegios, debemos señalar que con dicho cuerpo legal no se ha logrado mejorar la calidad de la educación universitaria en el país. La culpa no es de las disposiciones contenidas en la ley, sino de su falta de aplicación.


La ley fue emitida en 1996 para restablecer orden en el caos en que cayó la educación superior durante las décadas anteriores, cuando se aprobaron casi cincuenta nuevas instituciones universitarias, muchas de las cuales funcionaban en garajes, no tenían ni los medios más elementales para cumplir con su función y no dudaban en dedicarse a la venta de títulos de grado. En un principio se hizo un serio esfuerzo por aplicar la ley con gran rigor; fueron cerradas algunas de las instituciones con más graves problemas y se comenzó a imponer orden a las demás.


Al haber un cambio ministerial, sin embargo, se sustituyó la política de cumplimiento de la ley por una de zanahoria sin garrote. El objeto ya no era aplicar la ley, sino exclusivamente dar estímulos y premios a las universidades por su mejoramiento, que ha perdido toda credibilidad al acreditar a algunas de las instituciones cuestionadas. El resultado es que las instituciones se acostumbraron a cumplir con los mínimos requisitos de funcionamiento exigidos por la ley (y ni siquiera todas ellas), mejorar su infraestructura y cumplir otras cuantas reformas cosméticas, sin temor a ser sancionadas, y la intensa competencia económica entre ellas las ha llevado a un decaimiento en sus exigencias académicas, al grado que instituciones que hace cinco años no tenían significativos problemas de calidad, como la UCA o la Universidad Dr. José Matías Delgado, los tienen ahora.


El dilema de las universidades es: si exijo rendimiento a los alumnos se van a otra universidad y pierdo sus cuotas de estudio. Un estudiante de Derecho promedio, por ejemplo, encuentra pocos estímulos para ir a una buena universidad. ¿Para qué? Su objetivo es obtener un título que lo habilite a ejercer una profesión, y puede obtenerlo en menos tiempo, a una quinta parte del costo y con un mínimo o ningún esfuerzo si acude a una mala universidad.


Dadas las implicaciones para la vida nacional que tienen las profesiones jurídicas, se ha clamado mucho por la solución de este problema. Se han sugerido exámenes de admisión, control de las instituciones, exámenes de autorización para el ejercicio de la abogacía, etc., pero han caído en oídos sordos. Ni el Ministerio de Educación, ni la Corte Suprema de Justicia, las instituciones que podrían hacer algo al respecto, han tomado iniciativas al respecto. Ni se quiere sanar lo hecho en el pasado, ni se quiere dar una solución presente y futura al problema.


Es una indiferencia que provoca costos inmensurables al país, en materia de desaparición del estado de derecho y perjuicios a los particulares. No sabemos a qué motivos atribuirla, pero es hora de que se reclame acción o se tomen medidas para remediar el mal.

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