lunes, 21 de noviembre de 2005

El código de ética del Órgano Ejecutivo

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


El presidente de la República anunció la emisión de un decreto llamado “Normas Éticas para la Función Pública”, aplicable a funcionarios y empleados del Órgano Ejecutivo, que establece los principios que deben guiar su actuación, con objeto de “prevenir conflictos de intereses y obtener la preservación y el uso adecuado de los recursos asignados a los servidores públicos en el desempeño de sus funciones”. Crea una entidad denominada Comisión de Ética para la Función Pública, encargada de aplicar esas normas y recibir denuncias contra los titulares de las oficinas de ese órgano, cuatro de los cuales integran la comisión.


Hemos hecho un pequeño sondeo informal entre algunos abogados para conocer su opinión sobre lo anterior y las respuestas que hemos recibido solo revelan escepticismo. Nadie nos manifestó que le alegra la noticia y mucho menos que crea que tenga alguna significación. Esto es grave.


Aparte de que era una obligación contenida en la Convención Interamericana contra la Corrupción, que no cumplimos en tiempo, la emisión de un código de conducta para los empleados públicos es algo encomiable en sí mismo y debería ser motivo de satisfacción para la ciudadanía y, en especial, para el gremio de abogados, pero encontramos que se pone en tela de duda la credibilidad del gobierno con respecto a sus iniciativas en materia de probidad pública.


Hay buenas razones para esto. Al examinar el texto del decreto advertimos que es un refrito de disposiciones que ya están contempladas en otras leyes, como el Código Penal y la Ley del Servicio Civil, y si no se han cumplido durante las décadas que han estado en estos cuerpos legales, aplicables a todos los empleados públicos, ¿por qué vamos a creer que se aplicarán ahora?


Las nuevas normas no compensan los mensajes que se han enviado en fechas recientes y que indican que nuestros altos funcionarios no están interesados en la ética gubernamental. ¿Cómo es posible que el único funcionario público condenado por actos de corrupción en este país durante los últimos 119 años se haya escapado antes de la lectura de la sentencia y el gobierno no ha sido capaz de encontrarlo o castigar a los responsables de su fuga? La ministra de Educación ha inscrito títulos universitarios que sus antecesores en el cargo y otras instancias, como la Fiscalía General de la República y una comisión especial del Órgano Judicial, encontraron irregulares, y el presidente no ha exigido una explicación pública ni tomado otras medidas, y es conocido que algunos funcionarios de su gobierno y partido presionan para que se inscriban otros más. Ante la emasculación de las atribuciones de la Sección de Probidad por la Corte Suprema de Justicia, y la increíble exoneración de todos los funcionarios del gobierno anterior sin que haya habido investigación, el Órgano Ejecutivo no ha manifestado la más mínima indignación ni se ha unido al clamor que exige a la Corte revertir su resolución o propiciado que otras instancias estatales investiguen. ¿De veras se espera que alguien crea que hay interés en la ética pública o que existe intención de combatir la corrupción?


Es duro decirlo, pero las nuevas normas merecen la sorna con que son recibidas, pues no hay razones para pensar que no tienen más que una intención propangandística y que no se sumarán al cúmulo de leyes salvadoreñas que no se cumplen. La actitud del gobierno no solo acarrea un daño enorme al país, sino también a sí mismo. Unos nos han dicho que, según su opinión, pagar impuestos solo enriquece los bolsillos de unos funcionarios que tienen garantizada su impunidad. Alguien nos manifestó que no votará en las próximas elecciones, pues estas solo determinarán quién tendrá la oportunidad de saquear el erario público y: “Me da igual el partido del que me robe”.


El problema de la probidad pública no solo es grave, sino que ha captado la atención pública como nunca antes. Requiere de acciones concretas que revelen una voluntad de actuar, no de gestos simbólicos.

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