El mes pasado, el Gobierno falló en su intento de que la Asamblea Legislativa reformara el Código Penal, aumentando la pena al delito de “desórdenes públicos” (Art. 348 Pn.). La propuesta era cambiar el nombre a la figura, denominándola “atentados contra la paz pública” y aumentar su sanción hasta la desproporcionada pena de diez años de prisión. La Asamblea ha demostrado una prudencia que debería mantener.
Nuestras autoridades administrativas, en cambio, parecen cometer el mismo error una y otra vez, creyendo que los problemas sociales desaparecerán con la emisión de una nueva ley. No es algo nuevo, sino que es un error en que han incurrido muchos de nuestros gobiernos en el pasado, por lo que debería haber producido una lección aprendida. En cambio, vemos que se repite continuamente.
Cuando el Órgano Ejecutivo presentó a la Asamblea el proyecto “Ley especial contra actos de terrorismo”, a través de esta columna advertimos que, aunque tipificaba actos que podían calificarse como terroristas, también incluía actos que no podían considerarse como tales ni sancionarse con las exageradas penas que imponía, salvo en una sociedad represiva y antidemocrática (y en efecto, cuando se discutía el proyecto, un vocero gubernamental trató de desarmar a la oposición señalando que era una copia de la ley cubana de la materia). No fuimos los únicos que hicimos tal advertencia, también la hicieron la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, FUSADES, etcétera.
No se escucharon las advertencias, y al momento de aplicar la ley a personas que efectivamente habían causado graves perturbaciones del orden público, el Gobierno no solo se ha encontrado con una fuerte oposición interna, aún de órganos de Estado, sino que se ha visto enfrentado a un torrente de condenas internacionales contra el país como no se había dado en más de una década.
Lo grave es que ante el fiasco que enfrenta al procesar a los desórdenes de Suchitoto, el Gobierno quiere la emisión de un nuevo decreto con características similares a la de la ley que ha creado el problema.
Probablemente la próxima mala experiencia llegue con la “Ley contra el crimen organizado y delitos de realización compleja”, una ley totalmente innecesaria, como también lo señalamos antes, que no reprime ni el crimen organizado ni delitos de realización compleja, sino que tiene la intención de juzgar por tribunales especiales (y muy dudosos) y aumentar la pena a delitos ya contemplados en el Código Penal.
La legislación penal necesita ser revisada y se ha iniciado el esfuerzo de elaborar nuevos proyectos de Códigos Penal y Procesal Penal que sustituyan a los actuales, que han dado malos resultados; pero mientras, debe acabarse la emisión de nuevas leyes que tienen la intención de intimidar a potenciales delincuentes con penas altas. No intimidan a nadie, porque lo importante es que la ley se cumpla, no que la haga más severa.
El problema de la falta de seguridad pública de este país solo se solucionará cuando las leyes se cumplan y los infractores vean que existe una efectiva sanción por sus delitos. Pero los problemas no pueden solucionarse si no se reconocen, diagnostican en sus causas y se toman las medidas prácticas, y en esto el Gobierno nos hace sentirnos descorazonados.
Cuando se realiza una investigación seria y documentada sobre las fallas de la justicia penal en El Salvador, que revela datos horribles, como era de esperar, pero que revela las fallas en la cadena del sistema institucional de persecución del delito, indicando dónde deben atacarse los problemas, el Gobierno reacciona con gran molestia. Sin exhibir datos que contradigan los del estudio, funcionarios públicos vociferan que está desactualizada y critican a dos profesionales serios y decentes que han hecho un trabajo concienzudo y de buena fe. Una oficina internacional queda desprestigiada y el Gobierno, que no puede tapar el sol con un dedo, pierde credibilidad.
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