Falta más de un año para las próximas elecciones, pero estamos en plena efervescencia electoral. En violación a los principios constitucionales, continúa la campaña presidencial, fomentada por varios partidos, y las autoridades electorales, comenzando por el presidente del Tribunal Supremo Electoral, han dejado bien en claro que no harán nada al respecto. La Constitución y el estado de derecho son palabras que los políticos de este país alegan solo cuando les conviene.
Esto se hace, además, en un ambiente en el que las reglas del juego no están definidas. Así nos encontramos, con gran sorpresa, con las reformas al Código Electoral que la Asamblea Legislativa aprobó la semana antepasada. Nuestro asombro no proviene del hecho que tales reformas se hayan hecho; durante años la sociedad civil ha estado pidiendo a gritos reformas al sistema electoral que redundarían en mayor pureza y transparencia de las elecciones y una efectiva democratización de nuestro sistema político, tales como el voto residencial, el voto personal por los candidatos, una nueva formulación de distritos electorales y reparto de los cargos a diputado de conformidad a la distribución poblacional, etc. Las reformas no tocan ninguno de estos temas, sino que además se refieren a asuntos triviales o hacen peligrar la democracia misma.
Ni siquiera se necesitaba una reforma legal para regular cuestiones como el pago de los salarios de los vigilantes y miembros de las juntas receptoras de votos o sancionar a quienes hagan concentraciones políticas o usen altoparlantes que perturben los eventos electorales; basta aplicar la ley existente. La impugnación de votos, frente a la sencilla regla de que el voto es válido si es posible determinar del mismo la intención del votante, queda más confusa que nunca. La omisión de la exigencia de firma y sello en las papeletas de votación es algo que puede facilitar el fraude. Las normas sobre la creación y disolución de partidos y la exigencia de membresía partidaria a todos los candidatos, cuando la ley primaria lo exige exclusivamente al presidente de la República, pueden ser tachadas fácilmente como inconstitucionales.
Un hecho que pone de manifiesto las incongruencias de nuestro sistema electoral han sido las declaraciones del gobierno en el sentido de que gastarán los recursos del pueblo en una investigación policial para determinar la injerencia del gobierno venezolano a favor de un partido político. Es cierto que está en juego el principio de no intervención en asuntos de un estado extranjero, aunque todos los países del mundo, incluso El Salvador, lo hacen. Tanto los Estados Unidos como la Unión Europea intervienen en nuestras elecciones, a veces no tan discretamente, porque un resultado determinado conviene a sus intereses en la región, aunque lo hacen de una manera diplomáticamente correcta. La intervención del megalómano gobernante de Venezuela es ciertamente más preocupante por sus implicaciones antidemocráticas, pero oponerse a la misma simplemente por sí misma se topa con algunos valladares legales.
Por una parte están en juego ciertas libertades garantizadas por la Constitución y la autonomía de la voluntad de las personas; por otra, en este país no es ilegal que ni el estado, ni los particulares, ni las organizaciones civiles o los partidos políticos reciban ayuda monetaria, o de cualquier otro tipo, del extranjero.
Toda la histeria que se gasta en este tema sería completamente innecesaria si se hubiera aprobado hace tiempo una de las reformas exigidas por la sociedad civil y que somos uno de los pocos países que no la ha adoptado: que se transparenten los partidos políticos y rindan cuenta de sus ingresos y gastos. La intervención venezolana quedaría así a la vista de todos, pero para algunos partidos esto significaría que ellos también tendrían que dar cuenta de sus ingresos. ¿Qué concluimos?
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