lunes, 31 de marzo de 2008

Los mandamientos del motorista

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


Hacer un recuento de los muertos habidos en cada temporada de vacaciones se ha vuelto una cuestión rutinaria, tanto, que la estadística que se levanta al respecto no pasa de ser una simple cifra y al final de cuentas no sirve para nada.


Es verdaderamente impresionante la frialdad con que se recibe la noticia, lo que refleja un estado de ánimo totalmente indiferente, y hace sospechar que a la población le tiene sin cuidado que se le informe que en la recién pasada temporada de Semana Santa, por ejemplo, “solo” hubo ochenta y tres asesinatos (LPG, martes 25 de marzo). Lo patético es que nos estamos acostumbrando a estos hechos sin reaccionar debidamente y por más macabros que sean los relatos de los crímenes ya ni siquiera exacerban el morbo o la curiosidad popular.


Para las autoridades competentes, sin embargo, lo antes señalado debería ser un valioso insumo puesto que los datos sobre crímenes y hechos violentos deben servir para formular una política de seguridad ciudadana.

Entre las circunstancias que se dan durante estas temporadas está el hecho que las autoridades, al parecer, le dan más importancia a las muertes ocurridas en las carreteras del país, debido a los innumerables accidentes de tránsito, que a los homicidios, las violaciones y demás delitos contra la vida e integridad de las personas.


Ciertamente, el problema de las muertes en las carreteras es tan grave que la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que 1.2 millones de personas mueren cada año en accidentes de tránsito y cerca de 50 millones resultan heridas. Por ello, en todos los países las autoridades implementan medidas de control de tránsito terrestre y de seguridad vial, y a estos esfuerzos se unen instituciones respetables y autorizadas para hablar en nombre de la moral, como es la Iglesia católica.


La oficina del Vaticano sobre emigrantes, refugiados y demás personas “itinerantes” emitió el año pasado un documento que oficialmente se titula, en una traducción libre del inglés, “Guía para el cuidado pastoral en las carreteras” y periodísticamente se le conoce como “Los diez mandamientos de los motoristas”. El jefe de la oficina mencionada, cardenal Renato Martino, explicando la razón de ser del documento dijo que esta “es una amarga realidad y al mismo tiempo un gran reto para la sociedad y la Iglesia”. En el documento se previene sobre las consecuencias de disputas violentas a raíz de accidentes en las carreteras y los malos hábitos que se pueden formar en los motoristas, como descortesía, gestos obscenos, maldiciones, insultos, pérdida del sentido de responsabilidad y deliberada infracción de las leyes de tránsito.


Los “mandamientos” son máximas o principios que deberían regir la conducta de los motoristas, con un sentido muy práctico y realista y de un apreciable contenido moral. Por sí solos, deberían ser suficientes para producir un cambio radical en la conducta de los motoristas. El primero, es una terrible admonición: “No matarás”; el cuarto, es un llamado a ejercitar la caridad: “Sé caritativo y auxilia a tu prójimo, especialmente si es víctima de un accidente”; y el octavo, exalta la indulgencia del perdón: “Junta al motorista culpable y a su víctima... para que se embarquen en la experiencia liberadora del perdón”.


En nuestro país, las leyes que regulan la materia de tránsito son instrumentos con los que se puede actuar eficazmente, y si se aplican en forma debida y oportuna, la situación cambiaría notablemente. La justicia exige que se castigue a los culpables, particularmente a los motoristas irresponsables que causan esos horrorosos accidentes en que mueren decenas de personas que usan vehículos del transporte colectivo.


La última palabra la tienen las autoridades encargadas de combatir este grave problema social. Ojalá que la hagan oír pronto.

lunes, 24 de marzo de 2008

En la antesala del Infierno

Por el Imperio del Derecho/ Centro de Estudios Jurídicos


Algunas personas que por desdicha se han visto involucradas en ilícitos penales e ido a parar con sus huesos a la cárcel de Mariona, al recobrar la libertad y contar la experiencia vivida refieren historias pavorosas y dicen que han estado en la antesala del infierno.


Las historias están plagadas de hechos y acciones espeluznantes que podrían servir en la actualidad para un guión cinematográfico propio de una película de suspenso y horror. O servir también, si retrocedemos en la historia y guardamos la distancia, como referencia inspiradora del Dante Alighieri para escribir su famoso poema de la Divina Comedia.


En efecto, los relatos dantescos por los círculos del inferno, aunque vayamos cogidos de la mano protectora del maestro, son tan espeluznantes como las historias de Mariona o Apanteos, aunque a estas cárceles solo se les llame la “antesala” del infierno.


Por supuesto que al final hay una gran diferencia: Virgilio nos saca con el Dante prestamente del infierno y nos lleva a contemplar de nuevo las estrellas; en cambio, muchos que salen de Mariona, los más, no necesariamente ven la luz y frecuentemente quedan en la penumbra o en la oscuridad total puesto que sus vidas siguen igual, en el mismo ambiente sórdido de pobreza e incultura, y otros, los menos, salen con unos traumas terribles que marcan para siempre sus vidas.


Lo patético de esa realidad fue plasmado acertadamente en el reportaje de la revista Enfoques de este diario (domingo 11/XI/2007). En la visita que hizo a varios centros penitenciarios comprobó que allí “se apiñan 17,427 habitantes de ese mundo siempre lóbrego. Ese inframundo a menudo lúgubre, en el que la precariedad de una inversión diaria de $3,50 por reo conspira contra la dignidad humana”. Pero lo más tremendo es la incertidumbre judicial de los reclusos: “Ese submundo, agrega, en el que uno de cada tres reos es legalmente inocente”.

Esta terrible realidad de las cárceles nacionales contrasta violentamente con la sobria, técnica, atinada declaración de principios contenida en los considerandos de la Ley Penitenciaria. Invocando los preceptos constitucionales expresan que la persona humana es el origen y fin de la actividad del estado salvadoreño; que este está obligado a velar que toda persona sea respetada en sus derechos fundamentales, “lo cual cobra mayor relevancia, dice, cuando se encuentra sometida a detención provisional o a cualquier clase de pena privativa de libertad”; y que es su obligación organizar los centros penitenciarios con el objeto de corregir, educar y formar hábitos de trabajo en los delincuentes, procurando su readaptación.


La Ley Penitenciaria tiene diez años de vigencia y sustituyó a la Ley del Régimen de Centros Penales y de Readaptación emitida en 1973, la cual tenía similares considerandos. Treinta y cinco años después seguimos en las mismas y no hemos avanzado un ápice en la implementación de las medidas establecidas en la ley ni mucho menos logrado ninguno de sus objetivos. Los culpables de esta lamentable situación son, evidentemente, los funcionarios responsables del régimen penitenciario.


La revista Enfoques termina su reportaje diciendo que “a las autoridades penitenciarias les queda flojo el nombre de autoridades. En los penales mandan los reos, los que juegan a impartir justicia, la justicia del más fuerte”. ¿Se necesitan pruebas? La matanza de reos que se ha desatado en las cárceles del país es una prueba irrefutable de ello, pero además es un baldón para las autoridades penitenciarias y un ultraje a la nación entera.


La ciudadanía se pregunta con asombro e indignación cómo es posible que esto ocurra y por qué las autoridades son incapaces de evitar tales atrocidades. Mientras tanto, unámonos al clamor popular que demanda de dichos funcionarios una explicación de los hechos y que rindan las debidas cuentas.

lunes, 17 de marzo de 2008

La mujer salvadoreña y la igualdad

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


Este mes se conmemoró el Día Internacional de la Mujer y ello debe ser motivo de especial reflexión. Para algunas religiones, muchas de las celebraciones, incluidos cumpleaños, no tienen razón de ser, y si de verdad se quiere rendir un reconocimiento, en este caso, a la mujer, esto debe hacerse todos los días del año. Coincidimos con ese pensamiento, pero más que un día o un mes de “nominación” se necesitan acciones que permitan a la mujer alcanzar una verdadera igualdad. Vale la pena recordar que históricamente la discriminación contra la mujer fue estimulada por grandes filósofos. Para Kant la mujer estaba excluida de la vida política, al considerar que para ser ciudadano activo era necesaria la cualidad natural de no ser niño ni mujer. Por su parte Hegel reducía el puesto de la mujer al ámbito de la familia, negándole radicalmente el acceso a participar en la ciencia, Estado y la economía. Casi como un chiste, todavía en días recientes, un diputado de la Asamblea Legislativa hacía eco expreso a esa filosofía.


En el siglo XIX, las mujeres fueron excluidas del trabajo asalariado, o relegadas a trabajos asalariados considerados de segunda categoría: máquina de coser o de escribir y fueron excluidas del reconocimiento de toda contribución a la subsistencia familiar al ser consideradas amas de casa económicamente dependientes, improductivas y reducidas a realizar el llamado “trabajo fantasma” dentro del hogar.


La exclusión de las mujeres también se extendía a la participación en la vida cultural y educativa. El filósofo Rousseau trazó un programa completo de educación basado en postulados como: “Ellas deben aprender muchas cosas, pero solamente aquellas que les conviene saber”; “toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres”. “Las obras de talento exceden de sus capacidades. Y carecen asimismo de las cualidades necesarias para las ciencias exactas y los conocimientos físicos”. ¡Qué equivocado estaba! ¿Qué diría Rousseau al saber que en la actualidad, pese a las adversidades, las mujeres sobresalen en todas las ciencias, artes y disciplinas? Los ejemplos agotarían esta columna.


Ha valido la pena hacer una mínima referencia histórica, pues esas filosofías aún impregnan las mentes de muchísimos hombres y mujeres que tristemente responden a esos patrones culturales.

Volviendo a nuestra realidad, las dificultades con las que tropezamos las mujeres se sitúan no tanto en el ámbito de la igualdad jurídica, consagrada en la Constitución y leyes, sino en el de la igualdad de facto. La igualdad jurídica es ciertamente un logro que debemos a mujeres valientes que nos precedieron en su paso, pero es insuficiente por sí sola. La igualdad real o de hecho requiere, ante todo, la aplicación efectiva de las normas igualitarias, reflejada en igualdad de oportunidades, en el acceso a la educación, al empleo, a los cargos públicos y muy especialmente al acceso a la justicia. ¡Eso no se da!


Pese a que no se puede negar que la mujer de esta época está alcanzando grandes logros, hasta niveles antes inimaginables, todavía es víctima de abusos, discriminación y en general de violaciones de sus derechos humanos, incluida su vida. Según información publicada recientemente en este periódico, en reunión sostenida en nuestro país entre los procuradores para la Defensa de los Derechos Humanos de México y El Salvador, uno de sus temas de preocupación fue el alto número de asesinatos de mujeres en ambos países. Es aflictivo el fenómeno de la violencia de género que eleva las cifras de asesinatos a grado tal que el Estado de El Salvador ha sido denunciado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. Entonces ¿Hay realmente motivos de regocijo para las mujeres? Deben alcanzar la igualdad real.

lunes, 10 de marzo de 2008

Transparencia y acceso a la información

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


El jueves de la semana recién pasada, el Centro de Estudios Jurídicos (CEJ) realizó un evento de divulgación jurídica que se enmarca dentro de las tradicionales actividades culturales que lleva a cabo en cumplimiento de sus fines estatutarios.


En dicho evento se trató un tema de gran importancia que viene cobrando visos de necesidad imperiosa puesto que atañe directamente a la gestión pública en general y a la gestión gubernamental en particular.


Si nuestro país evoluciona hacia la instauración de una verdadera democracia y transita por los caminos de la modernización, se hace impostergable que se dicten las medidas legislativas pertinentes para asegurar el buen funcionamiento de las instituciones. A este respecto, la transparencia en la gestión pública es una cuestión de vital importancia y debería ser la norma rectora de la conducta de los funcionarios públicos.

Sin embargo, todavía está muy lejos que la transparencia en la gestión pública siente sus reales en nuestro país. Mientras no exista la conciencia necesaria en los funcionarios públicos de desempeñarse conforme los cánones establecidos para el ejercicio de sus funciones, no podrá haber una actuación en que la eficiencia y la honestidad sean las notas distintivas y características de las mismas.


A fin de que los ciudadanos se enteren de la forma en que se manejan los negocios públicos debe haber la apertura necesaria en las diferentes instituciones y entidades estatales y estar disponible toda clase de información al respecto. Si anteriormente la regla general de la administración era el secreto, ahora es la transparencia, y de esta guisa, el hacer público manifestado en las múltiples acciones y decisiones que se toman sobre los negocios, quedaría sujeto a la fiscalización ciudadana y al escrutinio de la opinión pública.


En la determinación jurídica de estas nociones se ha sostenido que la transparencia es el concepto general y el acceso a la información uno de sus componentes, o bien, que la transparencia es la apertura de la actividad del estado por iniciativa del mismo y el acceso a la información un derecho del ciudadano a obtener información de trascendencia pública. Sea lo que fuere, lo importante es que la ley encuentre formas de posibilitar la efectividad de los derechos y procedimientos correspondientes.


Los organismos internacionales establecen los siguientes indicadores para determinar si un país presenta características de transparencia: a) existencia de responsabilidades, controles y reglas claras; b) acceso a la información pública; c) rendición de cuentas; d) participación y escrutinio público. En cuanto al derecho de acceso a la información, lo esencial es que es un vehículo para la participación ciudadana en el manejo de la cosa pública y en el consiguiente control del desempeño de los funcionarios, de tal suerte que se ha convertido en un instrumento inestimable en la lucha contra la corrupción, esa lacra social que causa tanto daño pues genera un grave deterioro moral y produce un marcado debilitamiento institucional.


Lo anterior fue el objeto de la conferencia que se dictó en el evento al principio mencionado. Esto es un esfuerzo más de las instituciones académicas como el Centro de Estudios Jurídicos que propugnan porque se emita cuanto antes una ley que regule la transparencia en la gestión pública y el derecho de acceso a la información.


Debería darnos vergüenza que vamos a la zaga de los demás países en que ya existe esta clase de normativa y sin embargo no tenemos reparo en decir que hemos dado los pasos necesarios para que consideren a nuestro país como un lugar seguro para la realización de toda clase de negocios e inversiones. Solo cuando se tomen las medidas que se dejan mencionadas se podrá decir con propiedad que hemos avanzado en el camino del desarrollo.

lunes, 3 de marzo de 2008

La crítica de las decisiones judiciales

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


La actuación de los tribunales de justicia está bajo constante observación en los diferentes medios de comunicación y las decisiones judiciales son objeto de frecuentes comentarios tanto de legos como de entendidos en materia jurídica.


Lo anterior es un ejercicio positivo de vigilancia ciudadana, saludable y necesario. La crítica de las decisiones judiciales se enmarca dentro de la llamada cultura de la transparencia que debe regir a todo el hacer público y hay que reconocer como un derecho cuyo sustrato es la libertad de pensamiento.


El que los poderes públicos deben estar bajo un escrutinio permanente y la labor de los funcionarios sujeta al libre examen a través de la crítica ciudadana es cosa aceptada generalmente hoy en día. Y, ciertamente, la posibilidad del libre examen obliga, en la práctica, a que la administración pública sea abierta y que la gestión de los funcionarios se verifique a la luz de la opinión pública. De esta manera se establece el clima necesario para que el desarrollo de la sociedad se realice en un ambiente propicio para el orden, la seguridad y la justicia.


En este contexto resulta de extraordinaria importancia la crítica ciudadana cuando se trata de las decisiones judiciales, por cuanto es en los fallos de los jueces donde se manifiesta la misión más elevada de su ministerio: administrar justicia mediante la declaración de la voluntad de la ley o la realización del derecho. Pero por ello mismo, la crítica de las decisiones judiciales debe ser eminentemente responsable.


Criticar las decisiones judiciales presupone en el ciudadano que formula la crítica, además de conocimientos jurídicos, la autoridad moral suficiente para emitirla, tanto con probidad científica como con una sana y bien intencionada voluntad. La crítica, entonces, debe ser esencialmente acertada sobre la bondad o injusticia de las decisiones judiciales, para que cobre la altura de miras que corresponde a una actitud cívica inspirada en el más auténtico sentido de justicia.


Criticar con razones y fundamentos jurídicos es una actitud loable; en cambio, suponer, conjeturar, o lo que es peor, murmurar, es una actitud innoble. Resulta, en consecuencia, deleznable la actitud de aquellas personas que cobijándose en un manto de supuesta integridad critican acerbamente las decisiones judiciales sin conocer los pormenores del caso y en detalle los elementos de hecho y pruebas introducidas a los procesos.


Las reflexiones anteriores vienen a colación por las múltiples y variadas opiniones que se emiten con frecuencia, especialmente con relación a decisiones de algunos jueces que conocen en materia penal, a quienes se ha acusado como violadores de la constitución y la ley. Hemos dicho a este respecto que en el ejercicio de la judicatura hay buenos jueces, capaces y honestos, pero que también hay ignorantes, incapaces y deshonestos, y que por ello es necesario un proceso de depuración judicial, correspondiéndole a la Corte Suprema de Justicia llevarlo adelante con la voluntad firme de resolver el problema y tomar las medidas correctivas pertinentes. Solo de este modo se responderá atinadamente a esta exigencia nacional y se podrá asegurar que la administración de justicia en nuestro país responda fielmente a los intereses de la sociedad y sea garante de los principios rectores de la misma.


Como ciudadanos dignos y honrados tenemos que ser exigentes con nuestros jueces, quienes deben actuar apegados a los más altos valores de la ética judicial: la integridad y la honradez, la independencia y la imparcialidad, la legalidad y la igualdad, y, en fin, la justicia.

Con unos jueces dotados de los atributos y las cualidades antes mencionados, sin tacha alguna y sin cuestionamientos en su desempeño, tendríamos asegurada la convivencia ciudadana sustentada en el imperio del derecho.