Algunas personas que por desdicha se han visto involucradas en ilícitos penales e ido a parar con sus huesos a la cárcel de Mariona, al recobrar la libertad y contar la experiencia vivida refieren historias pavorosas y dicen que han estado en la antesala del infierno.
Las historias están plagadas de hechos y acciones espeluznantes que podrían servir en la actualidad para un guión cinematográfico propio de una película de suspenso y horror. O servir también, si retrocedemos en la historia y guardamos la distancia, como referencia inspiradora del Dante Alighieri para escribir su famoso poema de la Divina Comedia.
En efecto, los relatos dantescos por los círculos del inferno, aunque vayamos cogidos de la mano protectora del maestro, son tan espeluznantes como las historias de Mariona o Apanteos, aunque a estas cárceles solo se les llame la “antesala” del infierno.
Por supuesto que al final hay una gran diferencia: Virgilio nos saca con el Dante prestamente del infierno y nos lleva a contemplar de nuevo las estrellas; en cambio, muchos que salen de Mariona, los más, no necesariamente ven la luz y frecuentemente quedan en la penumbra o en la oscuridad total puesto que sus vidas siguen igual, en el mismo ambiente sórdido de pobreza e incultura, y otros, los menos, salen con unos traumas terribles que marcan para siempre sus vidas.
Lo patético de esa realidad fue plasmado acertadamente en el reportaje de la revista Enfoques de este diario (domingo 11/XI/2007). En la visita que hizo a varios centros penitenciarios comprobó que allí “se apiñan 17,427 habitantes de ese mundo siempre lóbrego. Ese inframundo a menudo lúgubre, en el que la precariedad de una inversión diaria de $3,50 por reo conspira contra la dignidad humana”. Pero lo más tremendo es la incertidumbre judicial de los reclusos: “Ese submundo, agrega, en el que uno de cada tres reos es legalmente inocente”.
Esta terrible realidad de las cárceles nacionales contrasta violentamente con la sobria, técnica, atinada declaración de principios contenida en los considerandos de la Ley Penitenciaria. Invocando los preceptos constitucionales expresan que la persona humana es el origen y fin de la actividad del estado salvadoreño; que este está obligado a velar que toda persona sea respetada en sus derechos fundamentales, “lo cual cobra mayor relevancia, dice, cuando se encuentra sometida a detención provisional o a cualquier clase de pena privativa de libertad”; y que es su obligación organizar los centros penitenciarios con el objeto de corregir, educar y formar hábitos de trabajo en los delincuentes, procurando su readaptación.
La Ley Penitenciaria tiene diez años de vigencia y sustituyó a la Ley del Régimen de Centros Penales y de Readaptación emitida en 1973, la cual tenía similares considerandos. Treinta y cinco años después seguimos en las mismas y no hemos avanzado un ápice en la implementación de las medidas establecidas en la ley ni mucho menos logrado ninguno de sus objetivos. Los culpables de esta lamentable situación son, evidentemente, los funcionarios responsables del régimen penitenciario.
La revista Enfoques termina su reportaje diciendo que “a las autoridades penitenciarias les queda flojo el nombre de autoridades. En los penales mandan los reos, los que juegan a impartir justicia, la justicia del más fuerte”. ¿Se necesitan pruebas? La matanza de reos que se ha desatado en las cárceles del país es una prueba irrefutable de ello, pero además es un baldón para las autoridades penitenciarias y un ultraje a la nación entera.
La ciudadanía se pregunta con asombro e indignación cómo es posible que esto ocurra y por qué las autoridades son incapaces de evitar tales atrocidades. Mientras tanto, unámonos al clamor popular que demanda de dichos funcionarios una explicación de los hechos y que rindan las debidas cuentas.
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