De todas las plagas que —como en Egipto— han caído sobre El Salvador, ¿cuál es la más grave? ¿La carestía de la vida? ¿La delincuencia? ¿El desempleo? ¿La migración? ¿La disfunción institucional? Reconociendo que todas son graves, hay una particularmente grave: la polarización política. ¿Por qué?
La razón es evidente. La polarización significa la exclusión de la mayor parte de la población en el manejo de los asuntos públicos. Y dentro de esa mayoría, que no tiene manera de participar como no sea por la vía de los partidos políticos, seguramente están los ciudadanos más calificados. El país se desprende, por consiguiente, de la ilustración y la actuación de sus mejores hijos, quienes para nada están dispuestos a alinearse en los extremos, sencillamente porque no ven en ellos la solución de los problemas nacionales.
Decimos problemas nacionales. Es decir, que incumben a toda la población y no solo a una parte de ella; que importan a quienes tienen una visión integral de la realidad, y no a los que ven las cosas teñidas del color de su respectivo cristal, color que, en nuestro caso, ha representado el socialismo real o el liberalismo salvaje.
Es verdad que en la actual campaña electoral —anticipada por cierto, contra toda razón y Constitución— las posiciones de los respectivos candidatos buscan aproximarse. Social demócratas parecen tanto el flamante candidato de la derecha como el flamante candidato de la izquierda, en un vuelco de posiciones oportunista hacia posiciones antes denostadas por esas mismas fuerzas.
Pero ¿qué dice nuestra Constitución sobre el régimen económico que debe imperar en nuestro país? Basta transcribir dos disposiciones de su título V, para extraer inequívocas conclusiones:
“Art. 101 El orden económico debe responder esencialmente a principios de justicia social, que tiendan a asegurar a todos los habitantes del país una existencia digna del ser humano. El Estado promoverá el desarrollo económico y social mediante el incremento de la producción, la productividad y la racional utilización de los recursos. Con igual finalidad, fomentará los diversos sectores de la producción y defenderá el interés de los consumidores.”
“Art. 102 Se garantiza la libertad económica, en lo que no se oponga al interés social. El Estado fomentará y protegerá la iniciativa privada dentro de las condiciones necesarias para acrecentar la riqueza nacional y para asegurar los beneficios de ésta al mayor número de habitantes del país.”
Como se ve, la Constitución nunca avaló las reformas liberales que intentaron reducir a cero la participación del Estado, cuando este ha debido ser, con todas sus potencialidades, promotor del bien público; y tampoco respalda las medidas de gobierno inspiradas en el llamado centralismo democrático. La Constitución guarda distancia y otorga al César lo que es del César aprobando la intervención del Estado cuando sea menester, y respetando las leyes del mercado en acatamiento a los reclamos de la realidad.
Hace falta el reordenamiento institucional que, para bien del país, permita el surgimiento de nuevas fuerzas que rebasen en mucho a los institutos políticos que configuran la deplorable partidocracia que abate al país. Un movimiento cívico político que aplique con claridad y con vigor los preceptos del título V de la Carta Magna, interpretándolos con nobleza y visión de país y con un auténtico espíritu patriótico. Si no es así, será muy difícil superar los graves problemas que padecemos y, más aún, los que se avecinan ineluctablemente.
Como lo dice el proemio de nuestra Constitución, de lo que se trata es de “establecer los fundamentos de la convivencia nacional con base en el respeto de la dignidad de la persona humana, en la construcción de una sociedad más justa, esencia de la democracia y al espíritu de libertad y justicia, valores de nuestra herencia humanista”.
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