Nadie debe extrañarse que el pueblo salvadoreño se sienta abrumado por el grave problema del transporte público que lo abate, pero todo el mundo debe preocuparse porque las autoridades gubernamentales cedan una vez más ante las amenazas de los señores buseros. Tampoco nadie, en su sano juicio, se atreverá a apostar por quien de ante mano se sabe que va a ser el perdedor.
Esto del transporte público no es, desde luego, un juego pero así parece por la toma y daca que se da entre el gobierno y los buseros. En verdad, es algo más importante como que se trata de una actividad consustancial de la vida y quehacer de la nación entera. En efecto, el hecho es que el 80% de la población utiliza el transporte colectivo terrestre para sus actividades cotidianas, por lo cual debería ser, como fenómeno social, una cuestión prioritaria en el programa del gobierno.
Sin embargo, se ha vuelto un mal recurrente en la vida nacional por la falta de una verdadera política de transporte terrestre, y poco a poco se ha ido agravando hasta el punto que ahora se encuentra en una situación irreversible.
El transporte colectivo de pasajeros es un servicio público de carácter esencial y por lo mismo la Constitución le da el sustento necesario para que las autoridades tomen las medidas pertinentes a fin de que se preste en condiciones óptimas de eficiencia y calidad. Además, las disposiciones de la Ley de Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial configuran el marco regulador en el que las autoridades competentes pueden desenvolverse en forma apropiada.
Por consiguiente, es válido preguntar a qué se debe este desorden que se ha convertido en un caos generalizado. Los hechos demuestran que no se ha dado al problema el tratamiento adecuado y se ha permitido que se convierta en una crisis de incalculables consecuencias.
Pero de lo que se trata en realidad es de cumplir la ley. Así de sencillo. La mencionada ley de tránsito terrestre establece el principio de que las líneas y rutas para la prestación del servicio de transporte colectivo son propiedad del Estado, las cuales serán entregadas en concesión; y dice que tiene por objeto regular la autorización y establecimiento de rutas y frecuencias de la circulación vehicular; que toda persona a quien se haya autorizado para prestar el servicio de transporte colectivo está obligada a brindarlo en unidades que garanticen la seguridad de los usuarios; que la ejecución de la ley corresponde al Viceministerio de Transporte, que es el ente rector, coordinador y normativo de las políticas de transporte y responsable de ejecutar los programas, funciones y actividades del transporte terrestre, etc.
Todo este conjunto de atribuciones del Viceministerio de Transporte lo facultan ampliamente para un desempeño eficiente de su trabajo. ¿Por qué no cumple la ley? ¿Por qué no ordena el servicio y disciplina a los buseros? La respuesta está alejada de toda consideración teórica y de una visión que se ajuste al Estado de Derecho y está signada por el oportunismo y la politiquería.
Los buseros abusan de su posición dominante y cada vez que se presenta una coyuntura favorable la aprovechan para lograr un aumento arbitrario del precio del pasaje o amenazar con un paro. Sus nexos políticos los habilitan para ello y se evidencian en la propia Asamblea Legislativa, que se ha mostrado dócil y sumisa, y en la actitud obsecuente y temerosa del gobierno que lo hace ceder fácilmente ante el chantaje que se manifiesta en variadas formas de presión y amenazas.
Hoy seguramente nos despertaremos con malas noticias: aumento del subsidio al transporte o del precio del pasaje. El perdedor, el pueblo salvadoreño, a merced de los señores buseros.
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