Centro de Estudios Jurídicos / Por el Imperio del Derecho
La Ley de Protección Integral de la Niñez y Adolescencia es otro motivo de preocupación, porque nuevamente los menores de edad —término que ya no se usa en la ley, porque según alguien “tiene connotaciones despectivas”— otra vez tienen promesas y no realidades. Hemos tenido por lo menos cuatro leyes que establecen regímenes de protección de menores y la situación de muchos sigue siendo lamentable porque dichas leyes no se han cumplido.
En 1989, el Departamento Jurídico de Casa Presidencial dictaminó que la convención sobre los derechos del niño de la ONU no debía ser ratificada, y si lo era debía serlo con importantes reservas, como posteriormente lo han hecho muchos países. Sin embargo, se acababa de crear una Secretaría Nacional de la Familia y se proclamaba en todos los foros internacionales que era un gran logro y avance. ¿Cómo era posible ahora negarse a ratificar un tratado que tenía tanta incidencia sobre la competencia de la nueva oficina y que se proclamaba? Así que el convenio acabó siendo ratificado, por razones publicitarias, promovido por personas que no comprendían sus alcances y quizá ni siquiera lo habían leído.
Siempre nos hemos regido de acuerdo al venerable concepto, según el cual el ejercicio de los derechos de los menores de cierta edad es limitado o ejercido a través de sus padres o representantes legales. El convenio de la ONU parte del principio de que el ejercicio de todo derecho debe ser aplicable a los menores, pues lo contrario es discriminatorio y que el juez decidirá cuándo un menor tiene condiciones para ejercerlos. Se supone que el Estado y no los padres sabe lo que es mejor y conviene a los menores.
Al ratificarse la convención no se tomó en cuenta, como tantas otras veces, que constituye un compromiso internacional y que debe cumplirse. UNICEF lo señaló muchas veces y finalmente amenazó con una censura al país si no se adecuaba la legislación nacional a lo estipulado en el tratado. El resultado es la Ley de Protección Integral de la Niñez y la Adolescencia.
Algunas de sus disposiciones han sido matizadas y la autoridad parental no resulta tan afectada como se prevé en el tratado. Tenemos que reconocer que la ley recoge un sistema de protección de los menores que sería ideal en muchos aspectos, aunque siguiendo la receta común de los organismos internacionales se ha previsto un aparato burocrático integrado por más de 500 nuevas oficinas públicas para aplicarla. Se necesitaría un desembolso anual de varios cientos de millones de dólares para que funcionaran. ¿De dónde saldrá ese dinero? Eso a UNICEF no le interesa, no es su problema; basta con que se realice la adecuación formal de la ley salvadoreña al tratado. Si la ley no se cumple también será un asunto interno salvadoreño que no le incumbirá al organismo internacional, así como nunca le interesó si se cumplían las anteriores leyes sobre menores del país.
Poner en práctica un sistema de protección de tal magnitud implica un plan y la voluntad estatal firme de llevar a cabo una transformación nacional, pero el Estado salvadoreño ha aprobado la ley por evitar una censura internacional, no con intenciones de aplicarla. La poca seriedad con la que el Estado mira la nueva ley la podemos deducir del hecho que nuestros políticos se han negado a regular el derecho constitucional de respuesta o el derecho a la información para los adultos, pero en la ley aparecen regulados para los niños. Tal parece que la nueva ley tendrá el mismo destino que otras aprobadas por presiones internacionales, como la Ley del Medio Ambiente o la Ley del Tribunal de Ética. Si alguien ha salido ganando no lo sabemos, pero es más dudoso que los pobres niños y adolescentes salvadoreños sean los afortunados.
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