Centro de Estudios Jurídicos / Por el Imperio del Derecho
En El Salvador se ha masificado la delincuencia más horrorosa que pueda imaginarse: cercenamiento de miembros del cuerpo, decapitaciones, secuestros de niños y asesinatos a víctimas inocentes mediante lanzamiento de granadas.
El país se ha caracterizado por elaborar estudios, diagnósticos, investigaciones y recomendaciones para contrarrestar la criminalidad. Hemos experimentado muchos modelos contra la delincuencia: penas hasta 75 años de prisión, anticipar las barreras de protección de bienes jurídicos mediante la penalización de actos preparatorios, negación de medidas sustitutivas a la detención provisional mientras se tramita el procedimiento e imposibilidad legal para imponer formas sustitutivas de la pena de prisión.
Se han realizado valiosas investigaciones acerca de la criminalidad, y se tiene identificados, entre otros aspectos: las causas de la criminalidad, los delitos de más frecuencia, zonas más propensas al crimen, el rango de edades en que oscilan los delincuentes, las formas individuales y colectivas de actuar, pertenencia o no a pandillas, utilización de menores de edad para facilitar la consumación del delito.
Igualmente tenemos claros los efectos que produce la delincuencia: desvalor a la vida, miedo generalizado, freno al desarrollo, elevados costos que afecta la familia, la empresa privada y las instituciones, que deben destinar mayores recursos. Poco se habla de los efectos positivos que genera la delincuencia para ciertos sectores. Las empresas de seguridad, las ventas de armas y municiones y las inversiones económicas para mantener seguras las viviendas se traducen en beneficios económicos para esos proveedores.
Los diputados han sido inestables con la legislación penal; han aprobado tantas reformas a los Códigos que han desfigurado la coherencia que se espera en los ordenamientos jurídicos. Finalmente han aprobado un nuevo Código Procesal Penal que estamos convencidos que tampoco ayudará a resolver los verdaderos problemas de la delincuencia, porque no está destinado a cumplir esa finalidad. Abundan las leyes simbólicas, que no tienen la capacidad de producir bienestar ni pasan de ser vanas expectativas de pocos días. Los diputados ponen énfasis a la prueba científica y su valor preferente, pero los encargados de recolectarla siguen con herramientas rupestres y escasas.
Las buenas intenciones de la fiscalía y la policía se ven convertidas en poca cosa frente a las múltiples ramificaciones del crimen. La delincuencia ganó la delantera hace muchos años. Recordemos que según la investigación del PNUD, apenas el 3.4% de los homicidios son esclarecidos y los responsables condenados.
Los jueces conocen del 14% de los homicidios, pues los demás, no pasan de los archivos de la fiscalía porque nunca se supo siquiera el nombre del sospechoso. El sistema judicial tiene su propio embrollo: jueces señalados de corrupción que no generan confianza; otros, con tendencias a interpretar la doctrina y las leyes, para escenarios y tiempos distintos; hay también jueces que exhiben poca conciencia de la enorme responsabilidad frente a una sociedad como la nuestra.
La política criminal que emana del ejecutivo, tanto lo relativo a la prevención del delito, como en la resocialización del delincuente, han sido el fracaso mayor de los últimos tiempos. Los planes “mano dura” no surtieron los efectos anunciados, ni los delincuentes se detuvieron con las amenazas de penas largas.
Diputados, fiscales, policías, jueces y el ejecutivo han pasado más de una década discutiendo las causas de la delincuencia, y descubriendo quién es el responsable del incremento y la impunidad del crimen. Pero es justo indicar que en dichas instituciones también han estado funcionarios responsables y éticos que, gracias a ellos, el Estado sigue funcionando. Pueden existir planes nuevos, pero si no se ponen en práctica seguiremos con las expectativas y fracasos de otros tiempos.
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