lunes, 23 de enero de 2006

Instrumentos internacionales sobre la corrupción

Por el Imperio del Derecho / Centro de Estudios Jurídicos


El Salvador ha ratificado dos importantes instrumentos internacionales en materia de corrupción: la “Convención Interamericana contra la Corrupción”, aprobada por la OEA en 1996, y la “Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción”, adoptada por la ONU en 2003. Ambos tratados son leyes de la República y en sus preámbulos destacan que la corrupción socava la legitimidad de las instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden moral y la justicia, y contra el desarrollo integral de los pueblos; que la democracia representativa, por su naturaleza, exige controlar toda forma de corrupción en el ejercicio de las funciones públicas, así como los actos de corrupción específicamente vinculados a tal ejercicio. Un enfoque amplio y multidisciplinario es requerido, según ambos, para prevenir y controlar eficazmente la corrupción.


En cuanto a su ámbito de aplicación, el primero es aplicable a todo presunto acto de corrupción que se haya cometido o produzca sus efectos en un estado parte; el otro, se aplicará a la prevención, la investigación y el enjuiciamiento de la corrupción, y al embargo preventivo, la incautación, el decomiso y la restitución del producto de delitos tipificados con arreglo a la misma.

Entre los compromisos que los estados han adquirido están el de adoptar las medidas legislativas o de otro carácter que sean necesarias para tipificar como delitos en su derecho interno los actos de corrupción, tomar medidas para establecer y fomentar prácticas eficaces encaminadas a prevenirla y evaluar periódicamente los instrumentos jurídicos y las medidas administrativas pertinentes, a fin de determinar si son adecuadas para controlarla.


La Convención de la ONU prevé la adopción de un código de conducta para funcionarios públicos, que debe promover la integridad, la honestidad y la responsabilidad de los mismos. Además, los estados deben procurar establecer medidas y sistemas para exigir a los funcionarios que hagan declaraciones a las autoridades competentes en relación, entre otras cosas, con sus actividades externas, empleos, inversiones, activos y regalos o beneficios importantes que puedan dar lugar a un conflicto de interés respecto de sus atribuciones. También, cada estado debe considerar adoptar en su derecho interno medidas disciplinarias o de otra índole contra todo funcionario público que transgreda las normas establecidas de conformidad con la convención.


En este contexto, basta un breve análisis de la realidad de nuestro país para fácilmente colegir que la corrupción es, en El Salvador, un mal crónico, gravísimo y un delito que normalmente queda impune. No se cuenta con un instrumento jurídico interno que regule de manera clara y acorde con lo que prescriben los instrumentos internacionales, todo lo relativo a la corrupción, ya que únicamente existe la “Ley sobre el enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados públicos” de 1959; y se cuenta con un Código Penal que no describe todo el catálogo de tipos penales o formas de corrupción, procedimientos, forma de penalizar y sobre jurisdicción, que en materia de corrupción señala la Convención de las Naciones Unidas. Aunque existe una Sección de Probidad en la Corte Suprema de Justicia, recientes ejemplos demuestran su ineficacia.


Ante esto debemos preguntarnos: si hay compromisos internacionales para prevenir, investigar y sancionar todo acto de corrupción, ¿por qué no se cumplen? ¿Existe voluntad política para combatirla? La respuesta a esta última pregunta, según todos los indicios, es negativa y esto puede traer consecuencias desagradables para el Gobierno. Un tratado internacional no debe ser ratificado solo como un mero gesto de imagen; así como hay mecanismos internacionales para hacer valer los tratados sobre Derechos Humanos que hemos firmado, así los hay para las convenciones sobre la corrupción. O actuamos de buena fe o aceptemos las consecuencias.

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