A estas alturas de nuestra historia, y después de una guerra que enlutó a la familia salvadoreña y causó graves daños a la infraestructura de la Nación, a partir de la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, se supone se establecieron las bases que permitirían al pueblo abrigar la esperanza de vivir al fin en un ambiente de libertades y oportunidades y en democracia.
Sin duda, después de la firma de tales Acuerdos, se propició la oportunidad de contar con suficientes espacios para desplegar, desde donde corresponde a cada quien, los esfuerzos suficientes para lograr un país estable, con crecimiento, en un entorno de libertades y seguridad jurídica, y gozando del debate mesurado y objetivo, fuerte pero respetuoso, de las distintas fuerzas políticas que entraron al juego democrático.
El costo pagado por el pueblo para alcanzar esa oportunidad fue de tan alto significado humano, que demanda de todas las fuerzas y organizaciones y de todas las instituciones de El Salvador, el ejercicio de sus derechos y atribuciones y el cumplimiento de obligaciones y deberes, dentro del más elevado sentido de responsabilidad patriótica. Nadie, sino el pueblo, es el legítimo dueño del futuro de esta nación y la expresión de su voluntad está y estará dada mediante el ejercicio del sufragio, que debe ser interpretada por todos, con la objetividad cívica que exige la genuina vivencia de la democracia.
Por lo tanto, no es apropiado, en la dinámica de la democracia, que ninguna entidad, partido político, ni las propias entidades estatales, se autoatribuyan ser las detentadoras absolutas de la voluntad del soberano. Sin duda, la última expresión de voluntad de este encomendó a las fuerzas políticas una actitud de debate fuerte, pero respetuoso; de diálogo y concertación; de mirar más a los intereses generales que a los intereses de las cúpulas partidarias.
Sin embargo, la ola creciente de la delincuencia, la posición cómoda de algunos sectores de la vida económica del país, el silencio de las principales gremiales de profesionales y el erróneo ejercicio de sus atribuciones de los órganos del Estado generan un estado de incertidumbre e inseguridad, que hace temer, a propios y extraños, que estemos a las puertas de una crisis institucional.
La aprobación de leyes con un inusitado olvido de la historia reciente y de una visión de coyuntura, de leyes que, en la posibilidad real de la alternancia en el poder, se pueden convertir en herramientas de futura represión y persecución; la extraña posición de juzgadores, con pretensiones de convertirse subrepticiamente en legisladores fácticos, al amenazar con desobedecer las leyes promulgadas o por promulgarse por el Órgano competente; el ejercicio de una oposición política irracional y excesivamente confrontativa; y la falta de políticas ordenadas y con verdadero sentido humano de las entidades gubernamentales, así coma la falta de eficacia, casi total, de las entidades llamadas a resguardar la seguridad de la población, sin pesimismo, pero con objetiva preocupación, hacen ver en el horizonte una crisis institucional, que podría echar a perder, en un verdadero crimen de lesa humanidad, el costo pagado por el Pueblo para abrigar la esperanza de vivir en paz, en democracia y un ambiente que asegure el futuro de las próximas generaciones de salvadoreños.
Hacemos un vehemente llamado a todas las fuerzas vivas del país para entrar a una Cruzada por la Paz y la Seguridad, que empiece por la rectificación de las posiciones de todos los partidos políticos representados en la Asamblea Legislativa, dando lugar a la contribución sincera en beneficio de todos; por el ejercicio legítimo del poder, en forma tal que se sienta que es el Gobierno de todos; y demandando de las personas y entidades de la sociedad civil el ejercicio adecuado de los derechos ciudadanos; todo en aras de preservar la paz social.
Este país está a tiempo de reaccionar. Es deber de todos contribuir a esa reacción.
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