“Si Kafka viviera en este país sería escritor costumbrista”, escribió hace pocos días en este periódico un brillante editorialista. Y eso que no se había dado el nombramiento de los nuevos jueces “antimafia”. Es puro surrealismo.
Los nuevos funcionarios son designados para la aplicación de la reciente “Ley contra el crimen organizado y delitos de realización compleja”, una ley muy controvertida y que, a pesar de su nombre, solo es para el juzgamiento de delitos de homicidio, secuestro y extorsión en algunas circunstancias. Casi todo el mundo está de acuerdo en que es innecesaria, porque para lo que persigue basta con aplicar el Código Penal. Pareciera ser que su intención es primordialmente publicitaria: hacer creer que se está haciendo algo decisivo ante el problema de la seguridad pública. Sin embargo la ley tiene aspectos positivos dignos de tomarse en cuenta, como la prueba testimonial de referencia, aunque esto debía estar en el Código Procesal Penal y ser aplicable a todos los delitos.
Para la aplicación de la ley se han creado ocho tribunales especiales y para el nombramiento de sus titulares se ha seguido un proceso de selección del que algo se ha hecho del conocimiento público. Los nombres de los diez seleccionados fueron dados a conocer la semana pasada y a pesar de que entre ellos hay personas competentes con una trayectoria de probidad y eficiencia, el proceso en sí ha dejado un mal sabor en la comunidad jurídica y el público en general.
En primer lugar, según las investigaciones hechas por la Fiscalía hace unos años, tres de los nombrados tienen títulos académicos que fueron catalogados como irregulares en esa oportunidad. Aunque esto no les preocupa a las autoridades, muchos ciudadanos continúan conscientes de que la principal garantía de conocimientos, eficacia y probidad de algunos de sus juzgadores podría ser cuestionada.
Pero lo que más ha sorprendido ha sido las notas obtenidas por algunos de los nombrados en los exámenes de conocimiento a que se sometieron. Para ser juez se requieren conocimientos sólidos y habilidad especial para interpretar la ley, pues el juzgador no solo debe decidir entre los argumentos de dos partes encontradas sino que impondrá resoluciones que afectan el patrimonio, la libertad y todos los demás derechos de los particulares; transformando diariamente la vida de muchas personas. Tienen que ser los juristas más brillantes, más esforzados, ser probos y, además, parecerlo. Vemos que la nota promedio de los jueces nombrados obtenida en el examen de conocimientos es alrededor de 6 sobre la base de un máximo de 10 puntos. Lo más controversial es que una persona que obtuvo la nota 3.6 fue ascendida y nombrada al más alto puesto de los tribunales.
Según afirma un magistrado de la Corte, citado por los medios de comunicación, al examen de conocimientos se le dio solo un diez por ciento en la calificación del conjunto de factores que se tomaron en cuenta para el nombramiento. Entre ellos están, según mencionó la prensa, el conocimiento general, la experiencia, la práctica, los buenos resultados obtenidos anteriormente, la conducta frente a casos difíciles, etcétera, siendo algunos de estos parámetros sumamente subjetivos en su aplicación y prestándose, por consiguiente, a preferencias personales que pudieran hasta interpretarse como “tráfico de influencias” por parte de la ciudadanía.
Mientras tanto, decenas de profesionales graduados del Programa de Formación Inicial de Jueces, apoyado con fondos y capacitación proporcionados por gobiernos amigos, son ignorados tanto por el Consejo Nacional de la Judicatura como por la Corte Suprema de Justicia para los nuevos cargos judiciales. Todo esto no sucede en un cuento de Kafka o en Macondo, sino en El Salvador y, como sociedad organizada, nos debe mover a la reflexión y a la acción.
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