lunes, 9 de noviembre de 2009

Libertad de culto, más que una experiencia religiosa

Centro de Estudios Jurídicos / Por el Imperio del Derecho


El derecho a la libertad de culto está garantizado en el artículo 25 de nuestra Constitución, el cual forma parte de un selecto catálogo de derechos individuales que han sido reconocidos por las diversas constituciones que han tenido vigencia a partir de la llamada Constitución venerable de 1886, la única que ha regido en el país por más de cincuenta años, en la cual se plasmaron de manera definitiva los principios filosóficos, políticos y jurídicos sustentados por el pensamiento liberal del siglo XIX.

Un largo y cruento camino sembrado de guerras, alzamientos y golpes de Estado debió recorrer nuestra joven república para evolucionar de un estadio de absoluta intolerancia religiosa consagrado en 1824 por la primera constitución de la República Federal de Centro América, en la que se reconocía a la religión tradicional como la única “con exclusión del ejercicio público de cualquier otra”, hasta alcanzar un régimen de absoluta libertad de culto reconocida en la referida constitución de 1886, el cual ha permanecido inalterable hasta nuestros días.


Por tanto, para los salvadoreños la tolerancia religiosa nos parecería la regla universal de conducta, cuando la realidad mundial nos demuestra a cada momento que esta se encuentra lejos de ser la tendencia dominante en el mundo del siglo XXI.


El fundamentalismo religioso, intolerante y excluyente, reapareció con toda su crudeza, después de la caída del Sha en Irán a fines de la década de los setenta, y a partir de entonces ha venido manifestándose de manera creciente en casi todas las regiones del globo. Afortunadamente América Latina se encuentra, hoy por hoy, alejada de esa tendencia.


Este inusual contraste favorable de nuestra realidad nacional con el contexto internacional nos ofrece ventajas inmejorables en la construcción de la cohesión social y en la solución de los problemas que aquejan a nuestro país, sin excluir aquellos que tanto nos agobian, como el de la delincuencia, la violencia social y las pandillas. Las iglesias, junto con la familia y la escuela, son por excelencia las instituciones forjadoras de valores en una sociedad, y por lo tanto las más capaces para jugar un rol protagónico en la labor de prevención del delito y de la delincuencia. Un ejemplo indiscutible de esta realidad lo constituye el hecho que la única forma permitida para un joven marero de dejar de ser miembro activo dentro de una pandilla es mediante el enrolamiento dentro de una comunidad religiosa.


El Centro de Estudios Jurídicos considera indispensable, después de los evidentes fracasos en la lucha contra la violencia impulsada desde la perspectiva de la utopía legal, asumir las ventajas que resultan de esta arraigada tradición de tolerancia religiosa, cuyo principal fruto ha sido el crecimiento de la espiritualidad y de una feligresía militante en su fe, para que desde el seno de las organizaciones religiosas se construyan soluciones participativas en la formación de valores, rescate de jóvenes en situaciones de riesgo, y la creación de programas de formación laboral, como una forma de prevenir el problema de la violencia desde su raíz.


No se trata de proponer la ilusión de combatir al crimen organizado y a la delincuencia con el crucifijo en la mano, pues estamos sabedores que para ello se requiere de la utilización de todo el aparato coercitivo del Estado. Sin embargo, lo que en esta ocasión planteamos es que se inicie la construcción de una extensa alianza con las comunidades religiosas organizadas, a fin de que estas extiendan su misión evangelizadora a la salvación, no solo de las almas, sino también de las vidas terrenales de comunidades en riesgo, que les devuelvan la fe en sus semejantes y les conceda la esperanza en una vida mejor en esta tierra, como antesala de la que alcanzarán en la otra vida.

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