lunes, 30 de noviembre de 2009

Cotidiana impunidad versus potestad punitiva

Centro de Estudios Jurídicos / Por el Imperio del Derecho


Los ordenamientos jurídicos reconocen a los Estados la potestad punitiva, que en palabras sencillas consiste en un poder otorgado para castigar a aquellas personas que violentan ciertas normas legales y que afecten a otros individuos o a la sociedad en general.


Lo ideal sería que todos respetásemos los preceptos legales por convicción propia. Sin embargo, la cotidianidad es la rebelión al orden establecido como un fenómeno propio de la humanidad, que se magnifica en la cultura latinoamericana y especialmente en el actual escenario salvadoreño. De ahí la necesidad del poder punitivo del Estado para mantener y restablecer el orden social.


El patrón del quebranto al sistema jurídico está bien arraigado en nuestra cultura. Basta observar las calles céntricas de nuestra capital y apreciar las violaciones constantes al Reglamento de Tránsito. El tráfico vehicular es una selva donde las bestias temibles suelen ser los autobuses del transporte público, sin dejar de lado los no pocos ciudadanos particulares que son conductores temerarios; el colmo son los vehículos de placas nacionales y policiales que son los primeros en infringir la normativa de tránsito, como si tuvieran licencia para matar.


Asimismo, ya nos acostumbramos al desorden de los comerciantes informales, quienes se toman las calles peatonales como puestos de ventas anárquicas. Existen una infinidad de negocios, restaurantes, iglesias, centros nocturnos en zonas residenciales sin los permisos municipales correspondientes.


Es comúnmente aceptado en nuestro medio la receptación (venta de cosas robadas: “las cachadas”), también la evasión fiscal y el contrabando a todo nivel. Los anteriores vicios son un rumor añejo, objeto de anécdotas de escandalosa corrupción, que se dice, hasta provocaron el despido de un ministro de Hacienda por intentar penetrar esa “mafia”. Desde ahí descendemos fácilmente en el abismo del crimen organizado: narcotráfico, trata de blancas, tráfico de ilegales, secuestros, homicidios, y la tan de moda extorsión. Todo ello con íntima relación a la edificación de las pandillas o maras, con el supuesto poder de intimidar a los buenos ciudadanos.


Esta anarquía social convertida casi en un patrón cultural parece que está destinada a quedar en la impunidad. La ciudadanía honrada, que aún es la mayoría, solo le queda el sinsabor que aquí en El Salvador se violan las reglas jurídicas y el transgresor queda sin castigo. Parece que la única regla válida es que las leyes se hicieron para romperse.


¿Cuál será la razón de la extensa cultura salvadoreña a la desobediencia de las leyes? ¿Por qué existe tanta impunidad? Las respuestas a estas interrogantes son complejas y carecen de una solución fidedigna.


Es más pragmático y necesario reflexionar sobre las soluciones a esta actitud decadente del irrespeto al Derecho. No obstante, parece que el gobierno actual, al igual que los anteriores, está empecinado en corregir el trastorno social, apostándole a las reformas legislativas como fórmula mágica. En esa línea se encausa la reforma fiscal, en donde se plantea la creación de tribunales penales especiales en materia tributaria, a la usanza de los tribunales especiales para el crimen organizado.


Otro ejemplo es el anteproyecto de reformas a la Ley de Protección al Consumidor, en donde se amplían significativamente las sanciones administrativas y las facultades de órganos administrativos, otorgándoles incluso atribuciones de condenas y reparaciones, en una presunta usurpación de funciones al Órgano Judicial.


También, desde la administración anterior, existe un nuevo Código Procesal Penal esperando entrar en vigor, con pobres expectativas de ser una solución al índice delincuencial.


Sin embargo, el Centro de Estudios Jurídicos considera que difícilmente la solución a la problemática abordada se remedie por medio de leyes. Más bien, la solución viene dada por el fomento de valores, del respeto a la familia y al Estado y la erradicación valiente de la impunidad, es decir, la efectividad de la potestad punitiva.


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